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El sueño es igual todos los días. Estoy en el patio de mi abuela. No sé cómo llegué ahí, ni qué edad tengo. Solo sé que soy yo.

Es un día hermoso. El sol de la siesta entra en diagonal por la parte descubierta de la galería. Es agradable a la cara y al cuerpo y se refleja en las plantas, que cuelgan a ambos lados hasta el techo, que se apoyan al costado de las columnas, que se trepan a otras macetas con lógicas que no entiendo, y cuyos colores parecen recién pintados.

Estoy sentado en unos sillones de caño de color blanco con almohadones verdes. Hay un vaso de coca y galletas de vainilla en una mesa del mismo material que los asientos. En la cocina suena la radio, bajito. No conozco la canción, pero me gusta. Al lado mío hay otra silla, corrida hacia un costado, como si alguien se acabara de levantar, pero no alcanzo a ver a nadie. No escucho voces ni ruidos de otras personas.

Me reclino contra el respaldar y cierro los ojos y dejo que la luz del sol atraviese mis párpados para disfrutar del momento. Muevo los dedos al ritmo de la canción, que ahora se escucha con más claridad. Sé que la conozco de algún lado, pero soy incapaz de dar con el nombre o la procedencia y, aunque intento no pensar en eso, la duda se instala de a poco en mi cabeza.

Recién en ese instante se me ocurre pensar en mi abuela y me doy cuenta que no hay rastros de ella. No están las agujas y el tejido, ni el juego de mate sobre la mesita, ni las tijeras que usa para podar las plantas.

Su ausencia, ahora, imposible de ignorar, se materializa en las cosas que me rodean. Todo se ve apenas desordenado, aunque no podría decir qué ni de qué forma. El volumen de la música empieza a subir y bajar y a sufrir interferencias hasta que la canción se ahoga por completo en una tormenta de estática. Siento frío. Me froto los brazos. El viento hace volar hojas secas y granos de arena que no me dejan ver. Finalmente, corro a la cocina cubriéndome la cara con las dos manos.

Adentro solo se escucha el gotear de la canilla. Los postigos de unas ventanas que no veo chocan contra marcos que no deberían estar en esa casa. Abajo de la mesa, entre la oscuridad, distingo las pantuflas de mi abuela; en el mueble, al costado del tele, los lentes y, al lado, un portarretrato en el que hay una persona que cubre el cuadro casi por completo.

Mi objetivo es llegar a su dormitorio. Me muevo por la casa con cierta urgencia, como si algo me acechara o como si tuviera poco tiempo para terminar una tarea. De manera imperceptible, poco a poco, la canción de la radio vuelve a aparecer en una nueva forma mucho menos amigable.

Reconozco a mi abuela en la oscuridad. A esa altura estoy desesperado. Aparecen imágenes de alguien que se ahoga con una bolsa de nylon en la cabeza. La música es insoportable y la melodía se repite una y otra vez como un desperfecto técnico insalvable. Me acerco a ella, sentada en la cama, prendo la luz del velador y me encuentro con un hombre vestido con traje negro y un sombrero que le cubre los ojos.

La última imagen del sueño es el perfil de una cara huesuda, de piel tirante y unos dientes amarillos que me persiguen hasta que la canción se transforma en el sonido de mi alarma.

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⏰ Última actualización: Sep 24, 2023 ⏰

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