Por fin iba a terminar sus labores diarias, solo faltaba limpiar el pedestal sobre el que se erguía la estatua de Atenea. Arrodillada frente a su diosa, Medusa se afanaba en dejar brillante el mármol, sin poder evitar alzar la mirada de vez en cuando hacia el adusto rostro de la benefactora a la que había dedicado su vida. Soñaba con el día en el que su trabajo fuera recompensado y la diosa se fijara en ella para incluirla en su séquito.
En medio de esos pensamientos, no fue consciente de la masculina silueta que irrumpió en el templo. El hombre se aproximó a paso lento hacia su víctima, que no fue consciente del peligro hasta el último segundo. Al percibirlo, la sacerdotisa se dio la vuelta alarmada y, cuando ese rostro, caracterizado por una barba blanca como la espuma, ojos turquesas y cabellera azul marino, se abalanzó sobre ella, emitió el alarido más potente que le permitieron sus pulmones.
Y así se despertó. En medio de ese helador grito que haría temblar hasta al más impasible de los hombres. Se irguió con la parte carnosa de su cuerpo perlada en sudor, boqueando por el fallo en su respiración, con las palpitaciones retumbando en sus oídos y los recuerdos de aquel funesto momento torturándola. Sus ásperos brazos rodearon su propio cuerpo, sobre el que todavía podía sentir las manos del olímpico marino, y de sus ojos manó un reguero de lágrimas que cubrió sus escamadas mejillas. Las serpientes de su cabeza sisearon preocupadas, retorciéndose para deslizarse sobre ella en un intento por calmar sus nervios.
-¡Medusssa!
Esteno, seguida al segundo por Euríale, hicieron pronta aparición en el cubículo de su hermana menor, alarmadas por el estridente siseo. Mientras la primera prendía varias de las antorchas de las columnas, la segunda se sentaba junto a ella y la envolvía protectora con sus doradas alas.
-Ssssh, tranquila. Estamos aquí contigo. -Elevó su rostro y su hermana levantó una de sus broncíneas garras para recoger la última lágrima-. ¿Has tenido de nuevo una pesadilla?
-Sí –emitió con rota voz.
-Juro que si tengo la más mínima oportunidad atravesaré con mi lanza el cuerpo de ese malnacido acuático –declaró Esteno, erguida en toda su longitud, golpeando el suelo con su portentosa arma y agitando furibunda sus alas-. Y tras él, irá la furcia protegida de Zeus.
-Por favor, no –negó con la cabeza, ya algo más recuperada-. Si haces algo contra ellos, seguramente acabarán contigo. Ya bastante mal me han hecho como para, además, perder a mi hermana. Yo... No te preocupes. Se me acabará pasando.
-Sí, hasta que tengas otra pesadilla. ¿Por qué daimones tenemos que quedarnos de brazos cruzados cuando esos puñeteros te han arruinado la vida? No, Medusa, no. Lo siento, pero no puedo soportar que ese par siga viviendo como si nada.
-Esteno, déjalo. Ahora mismo nuestra hermana no está para tener esta discusión. Otra vez –amonestó con suavidad Euríale.
La mayor de las gorgonas cerró la boca por deferencia a su hermana menor, sin embargo, cerró sus garras en un gesto de furia contenida y una viperina mirada que indicaba no iba a dejar las cosas así. Cuando se hubo calmado lo suficiente y se tumbó en su lecho a instancias de Euríale, sus dos hermanas se alejaron reptando a su habitáculo, donde, a los pocos minutos, pudo escucharlas discutir, la misma riña que mantenían desde el día que sufrió el cruel agravio de Poseidón y el injusto castigo de Atenea. Agotada por las emociones, aunque sin querer hacerlo por miedo, sus ojos se cerraron por si solos.
Por la mañana, las hijas de Forcis desayunaron en silencio y se prepararon para salir de cacería como todos los días. Al ir a por su lanza, fue detenida por Esteno, que la ordenó quedarse cuidando de la cueva y descansando. No se quejó. La verdad era que ese día, por obvias razones, no tenía ganas de salir, así que se lo agradeció a su hermana con un asentimiento de cabeza. Lo que sí hizo fue acompañarlas hasta la salida y despedirlas sabiendo que, al final del día, traerían un par de hombres a los que añadir a su colección de esculturas.
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