ASTERIÓN

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Trató de mantener la compostura mientras el soldado de su padre cerraba el portón, sin embargo, cuando la acción terminó y la pared frente a él tomó su habitual aspecto liso, una lágrima se deslizó por su mejilla. Frustrado por esa muestra de debilidad, bramó con todas sus fuerzas, sin importarle que sus hijos pudiesen escucharlo. Al cabo, recompuesta su entereza y sin nada más que hacer en esa zona del laberinto, se posicionó delante del carromato y tiró de él para conducirlo a su guarida con la única compañía de sus pensamientos.

Una vez más su madre le daba una negativa a su petición de verla. Habían transcurrido ya dieciocho años desde que sus padres, sin darle ni la más mínima explicación, lo encerraran en esa red de pasillos entrecruzados. Por aquel entonces era apenas un muchacho de catorce años que no entendía lo que estaba sucediendo. Lo habían apartado del lado de su familia, de sus queridos hermanos, para conducirlo a una solitaria soledad en medio de las penumbras de ese intrincado laberinto. Tenía sus recuerdos de niñez, esos felices días en los que no había hecho otra cosa que jugar en los amplios campos a las afueras del palacio e iniciar su entrenamiento con sus hermanos. ¿Estarían bien Catreo y Androgeo? ¿Cuán hermosas serían Ariadna y Fedra? A esas alturas los cuatro seguramente estarían felizmente casados y formando sus respectivas familias, habiéndose olvidado del monstruoso de su hermano.

-¿Padre? -Irguió el rostro para mirar delante y discernió como su hijo mayor se acercaba-. Finalmente llegan las provisiones.

Taulcio hizo una revisión de lo que los soldados les habían entregado y regresó junto a él. Su sonrisa se borró al ver su rostro y se produjo una silenciosa pausa. Para su desgracia, su hijo mayor tenía una gran astucia y era muy difícil engañarle. Contaba con diecisiete años, tenido con una de las primeras víctimas arrojadas al laberinto para ser asesinadas por él.

Dédalo, sospechando que Minos podría traicionarlo en algún momento, había construido varias zonas secretas, que solo él conocía. Una de ellas era una amplia zona inferior debajo del centro del laberinto, en la que había instalado su hogar y donde retenía a algunos de los atenienses que cada tres años acababan allí. Solo otra persona era consciente de esto, de su verdadera vida en el laberinto, de los hijos que había ido tenido a lo largo de esos años y, por ello, ordenaba entregarle, a espaldas de Minos, provisiones cada cierto tiempo.

Pasífae, a pesar de todo, no se había olvidado del hijo mitad toro que había engendrado, aunque monstruoso, no dejaba de ser su hijo, y el amor de madre se sobrepuso finalmente al horror. Sin embargo, sí que prefería mantenerse alejada y Asterión se esforzaba en pensar que lo hacía para que su padrastro no supiera la verdad. La única cercanía que había recibido de su parte era un collar de nácar, que le había sido entregado junto al primer envío de provisiones, en el que una imagen tallada le representaba siendo un ternero en sus brazos.

Alcanzaron el centro del laberinto sin ningún problema y Taulcio golpeó dos veces la trampilla a su casa. No transcurrió mucho tiempo hasta que la cabeza de un joven ternero de pelaje anaranjado emergió.

-Avisa a los demás de que traemos la comida –informó Taulcio.

-¡Han regresado! –Exclamó a buena voz.

Así, entre todos, descargaron el carromato y dejaron los víveres en la zona reservada como almacén. En total tenía ocho hijos, cuatro machos y cuatro hembras. El mayor era Taulcio, un fornido joven de pelaje grisáceo, que ya contaba con un par de cuernos que indicaban acabarían por superar los suyos propios. Después, quien les había recibido, Pasimedes, que tenía catorce años y era la sombra de su hermano mayor; de la misma edad eran las gemelas, Catría y Mineusa, que poseían un pelaje rojizo. Taucra tenía once años y un pelaje color crema. Los gemelos, Taudrogo y Aridno, tenían ocho años y un hermoso pelaje azulado. Finalmente, Keren, la pequeña albina de cinco años, que era la ternera mimada de la familia. Además, el mayor hacía un par de años que lo había hecho abuelo del pequeño y rubio Asteo.

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