Capítulo 1. CAMBIOS

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Irlanda, mayo de 1935


En Cashel, una villa ubicada en la zona central de la República de Irlanda, el tiempo solía ser neblinoso y repetidamente lluvioso. Pero aquel día no. Aquel día los estudiantes del colegio Reymory's nos desarmamos algunas extremidades del cuerpo, con la esperanza de que el sol radiara en nuestra dermis ocasionando algún ápice de color.

Sentada enfrente de mi pupitre de clase, sentía cómo los ardientes rayos solares me calentaban intensamente tras la ventana creando un efecto invernadero, pero, al no estar acostumbrada a tan alta temperatura, mi cuerpo se amodorraba y gozaba como si fuera el de un lagarto. Mientras, apoyaba la cabeza entre mis manos, observaba el pintoresco cielo azul, sintiendo por instantes cómo me trasladaba hacia otro universo.

De repente, una desafinada e irritante voz repetía mi nombre sin cesar en la lejanía, y yo notaba su presencia cada vez más cercana.

-¡Erin, Erin! ¿No me oye, señorita Erwine? -Tal desagradable tono me obligó a resurgir de mi ensimismamiento de inmediato.

La señorita Clarens me miraba con el ceño fruncido y una espantosa cara de enfadada. Su rectitud era plasmada en cualquier pequeño detalle que definiera su fachada; su impecable moño repleto de afiladas horquillas; el negro y pulido traje formal, exento de arrugas, que conjuntaba con la camisa color marfil que lucía diariamente (su uniforme impoluto nos hacía creer que salvaguardaba en su casa un armario colmado de copiados modelos, ya que esa inmaculada pulcritud era imposible que aguantara más de un día instructivo); y sus lentes completamente transparentes, que retaban a cualquiera que tuviera un dedo cerca para comprobar la veracidad de sus cristales.

La señorita Clarens era mi profesora y la llamaban «cara de cera», debido a que no la habían visto sonreír en toda su dedicada vida docente.

-¡Sí! -contesté apurada.

-Diríjase al despacho del director inmediatamente -musitó de manera imperativa.

Me puse en pie y coloqué la silla pegada al pupitre, notando las miradas de todos los compañeros en mi nuca.

Fui de camino, dispuesta a aventurarme por el gran laberinto de pasillos interminables de la escuela, ya que era la más grande de toda Irlanda y hacía falta una eternidad para ser capaz de orientarse en ella. La edificó un padre millonario que creía que la anterior no era suficientemente majestuosa, casta, y monumental para su único hijo (caprichos de egocéntrico adinerado).

Mi familia, en concreto mis abuelos, eran muy influyentes en el pueblo y no tuve ningún problema en entrar habiendo largas listas de espera. No obstante, la gran importancia de dicha escuela me pesaba enormemente; por lo visto los deportes o actividades no lucrativas que yo solía practicar no estaban bien contemplados y ocasionaban reuniones no deseadas y comprometidas promesas, o, mejor dicho: importantes donaciones que conceder entre familia y director.

Entretanto, el fastidio me reconcomía... «¿Qué diablos podría haber hecho esta vez? Quizá alguien me vio meterle aquel simpático ratón en el bolso de la Srta. Clarens, ¡jajá!». Recordar el momento me provocó a mí misma una risotada divertida.

Hasta que un presentimiento me invadió enfureciendo todo mi ser... «¡Claro! seguro que ha sido el imbécil de Wido; me amenazó con que me delataría. Al parecer todavía no ha superado la broma que le hicimos el pasado verano, cuando le llenamos de renacuajos el vaso de agua del comedor. ¡Dios santo!, me acuerdo de que ingirió la mitad del recipiente hasta que se dio cuenta.

¡Puaj!, ¡qué asco! De todas maneras, eso no le da derecho a ser un soplón. ¡Me las pagará!», pensé crispada.

Después de haber subido dos pisos y de rotar varias esquinas, me encontraba frente a la puerta del temido Sr. Jenkins, «el director».

Los mundos de ErinWo Geschichten leben. Entdecke jetzt