LYCAON

6 0 0
                                    

Tuvo que sostenerse con una mano al quicio de la puerta cuando las carcajadas le obligaron a doblarse sobre sí mismo. A su espalda, su ingente prole también se estaba desternillando de risa, acompañándolo en el jolgorio que les producía ver la intempestiva huida del último humillado. Un mercader llegado del norte que, debido a la furibunda tormenta que se había estado fraguando ese día, se desvió del camino para buscar refugio en el hogar de Trapezunte. Su mala suerte quiso que Lycaon y el resto de sus hijos estuvieran pasando unos días allí.

El pobre hombre llamó a la puerta a media mañana y había soportado durante todo el día las insolencias y crueldades de esa familia, pero, al final, llegó a su tope. Sin importarle la tupida oscuridad del negro cielo, que la lluvia caía en la plenitud de su fuerza, que el cielo refulgía por los monstruosos relámpagos y que la tierra misma retumbaba por los portentosos truenos, recogió sus enseres y ahora se encontraba corriendo desbocado por el camino que lo alejaría de esa inmunda casa.

Lycaon y su prole, mientras contemplaban los tropiezos del hombre, apenas se mantenían en pie a causa de la risa y únicamente Níctimo, el menor de todos ellos, no participaba de la alegría general. Perdido de vista el desdichado, quitándose las lágrimas de los ojos, el soberano de la Arcadia se dio la vuelta para cerrar la puerta y retomar la comida familiar. Sin embargo, nada más escucharse el portazo, sin haberle dado tiempo a dar un solo paso, y en medio del trueno más fuerte que había resonado ese día, alguien llamó a la puerta dando dos claros golpes.

Tornó hacia el sonido sorprendido, pues no había visto a nadie fuera y las alarmas se encendieron en su cabeza. Aun así, abrió y se encontró ante un achacoso anciano, de cabellos y barba blanca, espalda encorvada, desnutrido, vestido con harapos y manteniéndose erguido mediante un envejecido bastón. Volteó el rostro para observar a sus hijos y compartieron de manera unánime la misma sonrisa confabuladora.

-¿En qué le puedo ayudar, anciano? –Preguntó con un falso tono amable.

-Me dirigía a Licosura para pasar mis últimos años en compañía de mis nietos, pero la tormenta me ha encontrado sin protección. ¿Podría encontrar asilo bajo su techo? Les aseguro no molestaré.

-¡Por supuesto! –Contestó Lycaon apartándose para dejarle entrar-. En esta casa jamás damos la espalda a todo aquel que lo necesite y cualquiera es bienvenido de comer en nuestra mesa, dormir en nuestros lechos y guarecerse bajo nuestro techo. ¡Traedle una silla a...!

-Jereo. Ese es mi nombre.

-Jereo, pues. ¡Ya habéis oído! ¿Qué hacéis que no lo acomodáis? Debería daros vergüenza obligar a un pobre hombre a estar tanto rato en pie.

-Os lo agradezco, buen hombre. ¿A quién le debo tan buena acogida?

-Soy Lycaon, rey de estas tierras.

-¡Oh! –Exclamó Jereo, haciendo además de postrarse ante él.

-¡No, por los dioses! ¿Qué clase de rey sería si permitiese semejante esfuerzo? Por favor, siéntese –dijo al ver cómo sus hijos dejaban una nueva silla en la mesa.

La boca del arcadio se curvó en una aviesa sonrisa mientras lo guiaba hacia la silla, una preparada para que, en cuanto el invitado se sentara, este se cayera. Al menos eso era lo que había sucedido hasta ahora. Para su sorpresa, el anciano tomó asiento con la mayor de las tranquilidades y sin que nada sucediese. La sorpresa del rey y los príncipes fue mayúscula.

-Es un cómodo asiento –comentó el anciano mientras se acomodaba.

-Eh... Sí, así es, por eso lo hemos elegido para usted.

El asombro de los que lo rodeaban aumentó cuando los sirvientes trajeron los platos con la comida y bebió su ración sin inmutarse, ya que había órdenes expresas de servir su sopa hirviendo. Estupefacto, uno de los licaónidas se atrevió a introducir un dedo en el caldo, pero lo tuvo que retirar al instante profiriendo un auténtico alarido y con su apéndice humeando.

ClassicToberDonde viven las historias. Descúbrelo ahora