único.

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La luz de la tarde entra por la ventana de la cocina. Es uno de esos días raros: el sol salió y se escondió en intervalos arbitrarios a lo largo de la mañana, haciendo difícil elegir vestimenta y adecuarse al clima, y al mediodía el cielo se cerró con nubes grises que pedían una siesta a gritos.

Ellos, obviamente, se la otorgaron.

Licha volvió del trabajo para encontrarse con el almuerzo listo, en una imagen de lo más cálida. Cuti lavaba las ollas que previamente alojaban la salsa que preparó para los ravioles (comprados con mucho amor y esmero de su fábrica de pastas favorita, la de los Messi) y Polito dormía en su almohadón mientras de fondo, en el televisor, pasaban imágenes de la repetición de alguna novela vieja.

(Licha cree que es Dulce Amor, y jura que Cristian la ve religiosamente por las mañanas, cuando él no está. El cordobés lo niega a muerte).

Se saludaron con un beso suave de bienvenida y procedieron a comer los ravioles de ternera más ricos que Licha había probado hasta la fecha. El día de trabajo había sido tranquilo, por lo que el gualeyo pudo deleitarse con los chismes del barrio que Cristian había recolectado más temprano, haciendo las compras y trámites típicos de los lunes. Así se enteró de que la vecina había vuelto con su ex (el que les cae mal) y que el hijo de Marta, la dueña del almacén de la esquina, por fin se había animado a declararse con el chico que le gustaba, un pibe amable y reservado que solía jugar al fútbol con ellos los fines de semana.

Un trueno fue el punto final del almuerzo, y, con miradas cómplices, dejaron los platos sucios en la cocina y se perdieron entre las sábanas para dormir una merecida siesta, la llovizna de mediatarde acompañándolos suavemente.

Ahora, un par de horas más tarde, la lluvia ha cesado, y Licha se mueve alrededor de la cocina intentando no hacer tanto ruido. Cristian tiene el sueño más pesado que él, y las siestas son sagradas, por lo que no quiso molestarlo, y decidió dejarlo durmiendo un rato más con Polito.

Te vas porque yo quiero que te vayas canta bajito— y a la hora que yo quiero te detengo...

Los platos del almuerzo están limpios, pero la cocina es de nuevo un desastre producto de las buenas intenciones de Lisandro de armar la merienda para cuando su novio se despierte. Viene ojeando una receta de un bizcochuelo de naranja hace rato, y siente que la tarde está ideal para los ricos mates de Cuti y algo dulce para picotear mientras miran alguna serie.

Entonces yo daré la media vuelta entona Luis Miguel en sus auriculares, meloso y altanero, mientras Licha mide aceite en un vasito medidor. El ambiente está calentito gracias al horno precalentado, pero aún así, Lisandro tiene frío. Balanceando el paquete de harina en una mano, se asoma a la puerta del comedor para ver si algún buzo de su novio ha quedado olvidado en alguna silla y se ve lo suficientemente robable como para justificar sus acciones.

Ay, Cuti. El buzo negro de Belgrano, ese que es tres talles más grande, que dice ROMERO en la espalda y que Lisandro adora usar.

Yo quiero que te besen otros labiostararea Licha, adueñándose del buzo y volviendo a la cocina— para que me compares, hoy como siempre.

El gualeyo sigue cocinando. Todo es extremadamente cotidiano: sigue teniendo el gustito a sueño en la boca después de haber dormido, y el buzo de Cuti le sigue quedando asombrosamente grande. Incluso con los auriculares puestos puede oír los ruidos del barrio -perros ladrando, el caño de escape de alguna moto a lo lejos- y le parece escuchar el suave sonido de los ronquidos de su perro y su novio mezclándose (porque a veces compiten por quién ronca más). El aroma del sahumerio de sándalo que encendió apenas se levantó se mezcla con el de la ralladura de naranja que Lisandro agrega a su preparación, y de repente se siente invadido por una sensación de calidez.

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⏰ Última actualización: Oct 05, 2023 ⏰

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