IX

5 0 0
                                    

No hacía mucho, en 1922 vivía un matrimonio en Miyajima que llevaba una vida próspera y austera dedicada a sus cultivos.

Todo indicaba que sería un buen año no solo por la cosecha. La mujer estaba encinta y después de vastos intentos fallidos de procrear había transcurrido más de un semestre sin que se suscitara un aborto espontáneo. Poco a poco la mujer de nombre Maiko Hirai había disminuido sus actividades en el campo y aplazado sus visitas rutinarias al templo, lo cual le causaba un pesar moral no comparado al físico. Notando esto, su marido había concretado llevarla en carreta por el sendero menos sinuoso que a la vez estaba constituido por una arboleda abarrotada de maleza y árboles intrincados que confundían el paisaje y los caminos a recorrer. Conocían de sobra el sendero por el recorrido diario y no significaba un problema.

No obstante, fue a mediados del mes de mayo en que ocurrió un evento inesperado. En uno de sus viajes, en tanto el hombre conducía al caballo por la suave pendiente el animal se detuvo en seco y con un relincho inquieto dio marcha atrás. Al parecer habían sido asediados por una inofensiva serpiente que solo tenía de agresiva sus inocuos colmillos, y el hombre al percatarse de ella había resoplado por lo absurdo de la timidez del corcel. Habiéndole dado un certero latigazo, continuaron con su camino. Mas esa había sido la segunda de tres señales de presagio que pasaron por alto.

La primera habíase tratado del inusual mal tiempo que se postraba en el cielo, y la tercera se mostró horas más tarde al descender de nueva cuenta, tras las oraciones en el templo, cuando la misma serpiente había aparecido bastantes metros arriba y, nuevamente, había detenido la carreta con un golpe abrupto que sacó un grito ahogado en Hirai.

En esta ocasión el marido de Hirai no se contuvo y apeándose del caballo tomó la serpiente del pescuezo para azotarla contra el piso, a las mismas patas del caballo.

"Tonto animal", había resoplado a punto de volver a montarlo. A sus espaldas, Hirai se agarraba el vientre, su expresión ligeramente afectada por el freno, que se tornó en horror inmediato cuando del costado del sendero vio a tres hombres desgarbados emerger de la maleza del bosque. Su grito ahogado captó la atención de su marido, que al momento de verlos imitó la expresión de Hirai.

Todo lo sucedido después ocurrió en una rapidez vertiginosa. Pero cabe centrarse en la expresión del marido, con su consternación pálida reflejante de una certeza difusa, y sus nudillos igualmente blancos que se aferraban a las riendas con fuerza contenida y la respiración atascada y la certeza totalmente expuesta ahora. No reaccionó cuando uno de aquellos hombres sujetó a Hirai y bajándola de la carreta la sometió aprensando sus cabellos claros. No reaccionó ni ante el pedido de auxilio que ella le enviaba mediante ojos y labios anegados en lágrimas ni tampoco reaccionó cuando la vio ser poseída por los tres bandidos una y otra vez.

"Tonto animal", había dicho uno de los hombres, el primero en someter a Hirai, al terminar el acto. "Vine a cobrarme".

Tras esas íntimas palabras los tres se habían marchado por donde habían llegado, al igual que un soplo de viento. Hirai permanecía en el suelo rodeada de flores silvestres, con la ropa hecha jirones, el vestido polvoso y la mano sujeta al vientre. De su muslo una fina gota de sangre resbalaba. Si descendió la cuesta por su propia cuenta o su marido le auxilió en un último aliento de conmiseración, no se sabe.

El contingente sería al parecer el primero de muchos, así le había prometido el bandido al marido de Hirai. Y la promesa se levantaba en el aire como una capa de polvo siempre presente en los días posteriores: se había vuelto una plaga ambiental difícil de eludir.

Si para el hombre no había sido fácil llevar la carga mental que eso conllevaba, Hirai tampoco la veía fácil con el pesaroso pecado que ahora se veía obligada a soportar, aunado al desdeñoso trato que su esposo le daba, por no decir áspero. Ni siquiera le dirigía la palabra, salvo por asuntos convencionales que necesitasen arduamente de la comunicación oral de dos individuos.

Habrían continuado de este modo hasta que otro evento desafortunado sucediera, todo por una promesa que aquel bandido había jurado como venganza contra el hombre (y cuya historia y raíces se remontan a un pasado casi olvidado), de no ser porque ocurrió antes lo menos esperado.

No muchos días después del fatídico evento, Hirai comenzó a sangrar. La imagen de sus piernas manchadas de sangre derramada por el suelo era tan conocida que al instante cayó de rodillas, dejándose llevar por el llanto y una insondable desesperanza. Sus trémulos gimoteos y su deplorable estado debieron haber tocado el corazón de su esposo que en ese momento pasara, pues dudándolo solo unos segundos terminó por acuclillarse a su lado, cubrirla con su abrigo y, por primera vez desde que había sido profanada, tocarla al pasarle un brazo por los hombros caídos.

Antes de verse tranquilizada por el desafecto de sus palmadas, Hirai además de sangrar comenzó a sentir espasmos en el vientre: era una sensación novedosa, continúa y dolorosa, que le hacía brotar más lágrimas y jadeos involuntarios. No pudieron ninguno de los dos notar que la sangre derramada en realidad carecía de vísceras y miembros, sino hasta que Hirai dio a luz.

Ambos se miraron entonces, con el bebé en brazos de su madre. No disponían de un nombre en mente desde el tercer aborto, de manera que el recién nacido permaneció en ascuas, en una especie de limbo, avistando el mundo a través de un par de ojos siempre atentos por su alrededor y sucumbiendo entre el desplazamiento de un país a otro cuando su padre, en un afán por proteger a su familia, tomase la decisión de solicitar el amparo de un antiguo conocido suyo, en ese entonces funcionario público. Tajômaru Ichimura.

Con tal de evitar ser asediados por los bandidos que les habían asegurado una lenta y tortuosa venganza, el matrimonio tomó sus escasas pertenencias y con el unigénito cubierto por pequeñas frazadas, partieron rumbo a la península de Corea, destino que Tajômaru les había impuesto justo a específicas condiciones: debido a que el esposo de Hirai había quedado inhabilitado para la guerra por una lesión en la pierna, cuando su hijo se hiciera mayor sería ser reclutado por el ejército, dedicando su vida a ello. Mientras tanto, llevarían una vida austera en el extranjero, estableciéndose como aparentes ciudadanos coreanos por motivos que no les fueron compartidos.

Tajômaru era un hombre que a ojos de Hirai siempre mantenía intenciones ocultas, pero a esas instancias de vulnerabilidad no podía sino aceptar la protección que les brindaban a expensas de un futuro incierto.

Fue así que en la celeridad del traslado y de asentarse con una anciana que les instruyó de las costumbres y el idioma, ni siquiera pasó por la mente de ninguno bautizar al pequeño, y apenas recordaron nombrarlo. En su viaje en un paquebote, concretaron llamarle Baëk Hyun, y adoptaría como era común el apellido paterno (aunque más tarde él mismo adoptara el materno y después tuviese que ocultarlo al adoptar otro más).

La infancia del pequeño Baëk Hyun nos está de más por el momento. Será para otra ocasión.

 Será para otra ocasión

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Oh Baëk

Querida lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora