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No creo que los funerales sean lo mío, de hecho, siento que muchas cosas no son lo mío. Pienso que una parte importante del amor no es sentirlo, sino demostrarlo. Y no estaba cumpliendo con eso.

Imagina que tu padre muere un día, tu madre está en sabrá Dios donde preparando un ataúd para el hombre con el que compartía vida, tus abuelos vagan por ahí consolando a quien tú no. Y tú, o mas bien, yo. Estoy sentada en la cama de mi habitación terminado mi tarea. Pensando en que haré con los días que me perderé de clases, en si el equipo con el que comparto una presentación podrá lograrlo sin mi parte.

Yo, la hija de ese hombre que fue un buen padre sobre todas las cosas, estaba más interesada en terminar un cartel que en prepararme para su funeral. Ni siquiera podía llorar, por más que lo intentara nada salía de mis ojos.

A las ocho en punto de la noche, inevitablemente tuve que prepararme para lo que había estado evitando. Tendría que ponerme ropa oscura, caminar entre gente que me daría sus condolencias, abrazos y palabras no deseadas. Sería detenida por señoras que juran haberme cuidado de bebé. Todo para plantarme frente a una caja de madera, del mismo material que el alhajero de mi madre que tanto me gustaba, solo que en tamaño gigante y en vez de pequeñas y costosas joyas, contendría a la más grande y valiosa que podría tener una hija afortunada. Un buen padre.

Incluso allí, no pude llorar por mis propios sentimientos. Ver a mis abuelos, tías y madre llorar me hizo cerrar los ojos y contener un nudo en la garganta. Sin embargo, eso no era lo que yo sentía por mí padre, eso era lo que sentía por los demás y el dolor que expresaban. Aunque no me di cuenta de inmediato.

Por suerte nadie me detuvo demasiado. Cuando ya era media noche pude salir del cuarto principal sin problemas. Tenía sueño, sed, hambre y me sentía... vacía.

Buscaba algo de aire, estirar las piernas y pensar. Recuerdo que salí por la puerta principal hacia el jardín de el frente. Había bancas y el estacionamiento se veía a lo lejos, mucho más vacío que antes. Patee una piedra que estaba por allí y después mire al cielo.

Estaba lleno de estrellas, más que la noche anterior. Si soy honesta, hasta la fecha ver el cielo me intimida. En ese entonces mirarlo me recordaba lo insignificante que era. Como podían preocuparme cosas como tener una bonita sonrisa o el sabor del cereal cuando era menos que una hormiga en el universo.

Fue el movimiento de un auto el que me hizo regresar a mi mundo, a las cosas insignificantes que me esforzaba por ignorar. Una camioneta gris cerrada se detuvo al final del jardín. De ella bajaron unas cuantas personas, no identifiqué a nadie hasta que estuvieron a metros de la puerta. Entre esos tres adultos y tres chicas identifiqué aquellos que ya había olvidado. Fue como recordar algo que nunca pasó. La noche que me enteré de la infidelidad de mi papá, la que tanto me esforcé por olvidar ese día, volvió de repente. Era un hombre y una chica de aquel grupo a los que reconocí en específico, ambos estuvieron cerca del enfermero intentando hablar con mi madre, pero no les había prestado tanta atención como para recordarlos con detalle. No pensé demasiado en ellos en ese momento, creí que eran conocidos de algún familiar que simplemente estaban allí para apoyar, nada relevante.

Mire a todos entrar y después solo me quedé parada en medio de la nada. Sin ganas de pensar ni hacer nada. Quizá estaba muy cansada de toda la situación, aún así, en mi recién adquirida demencia, tenía cosas importantes que pensar, como que tareas dejarían al día siguiente, a que horas desayunaria, si tenía suficiente ropa limpia... y con quien había estado mi papá en ese accidente.

La última cuestión estaba tomando más tiempo en mi mente del que me gustaba prestar a mis interrogantes. No solo me frustraba, me hacía sentir molesta, triste, decepcionada, y un montón de cosas que solo contribuían a un abundante dolor de cabeza. Sí mi padre había engañado a mi madre, significaba que una vez estuviera tres metros bajo tierra la vida sería mucho más difícil.

Incapaz de sentir mis propios sentimientos, comencé a concentrarme en los de mi madre y por alguna razón dejé que mi enojo y el lado absurdo de mi cabeza adolescente me hicieran sentir algo de una buena vez. Si yo fuera mi madre y me enterara de que mi esposo me engaña, el primer deseo que llegaría a mi mente sería enterrarlo, justamente, tres metros bajo tierra. Y que sorpresa, no tenía que desearlo porque ya estaba ocurriendo. Pero irónicamente no estaba feliz por eso.

Quiero decir, mi mente siempre parece enfocarse en el punto equivocado. Y en ese momento me estaba enfocando en el punto más estúpido que se me pudo ocurrir. Sin embargo, aprendí algo que después me sirvió de mucho. Cuando estas molesto con alguien y deseas que desaparezca de la faz de la tierra, realmente no estás hablando en serio.

Cuando lo entendí me reí y mire al cielo, avergonzada de que las estrellas pudieran ver los estúpidos pensamientos que tenía en mente durante el funeral de mi padre. Debería estar llorando, no entendiendo cosas de la vida. Aún así, esa noche, intenté perdonar a mi padre. Por más molesta que estuviera, no deseaba que él estuviese muerto. De hecho, anhelaba poder verlo una vez más.

No recuerdo muy bien qué pasó después, solo sé que entre de nuevo, esta vez con sentimientos propios. Pasé la noche sentada en las últimas sillas, sola, pero tranquila.

Mi mamá parecía haberse perdido en otro lugar y los únicos en la habitación éramos esas personas que vi antes, el ataúd y yo. Solos contra la soledad. Más o menos a tres bancas de mi estaba una chica muy herida, podía ver el cabestrillo en uno de sus brazos y un yeso grande en su pierna. Ahora que lo recuerdo fue gracioso cómo la conocí.

No le estaba prestando mucha importancia, hasta que una de las otras chicas a su lado le preguntó algo y entonces pude ver su rostro de perfil. Si no hubiera sido por la gorra que traía puesta las cosas hubiesen sido diferentes.

Como ya había hecho las paces con mi padre, un lado feroz en mi se encendió cuando vi que aquella chica tenía la misma gorra personalizada de los Yankees que mi padre me había regalado. Era algo único, una garabato bordado que era algo nuestro. No había forma de que ella tuviese mi gorra porque la había dejado en casa y era solo mía.

Me levanté de golpe y de nuevo la bendita amígdala se apoderó de mí. Las señoras mayores que las acompañan me miraron con atención. Las ignore olímpicamente porque lo único que hice fue apuntar a la chica herida con total indignación.

—¡Tú!

Y cuando pude ver sus ojos lo supe de inmediato. Era hija de mi padre.

Sempiterno 《Lee Hyein + Kang Haerin》 NewjeansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora