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Después de sentirlo todo fue una locura. Puede o no que me haya puesto intensa. Puede o no que exista la posibilidad de un pequeño enfrentamiento. Puede o no que hubieran muchos gritos, sacudidas, lágrimas, y una insignificante cachetadita. Como ya dije, bendita amígdala que es más protagonista que yo.

Así se siente ser un animal. No, incluso los animales son más decentes.

Mi mente estaba llena de preguntas pero lastimosamente no estaba capacitada para exponer ninguna de ellas. Me deje llevar por mis monstruosos impulsos. Quería saberlo, necesitaba saber cuál era su nombre, su edad, cualquier cosa. Sí ambas éramos Lee ¿con quién había engañado mi padre a quien?

Al final de la noche lo supe. ¿Qué si como obtuve esa información? Claramente no por las buenas. Realmente esa parte de la historia es borrosa, se que me abalance y le quite la gorra, y mientras inspeccionaba la <<H>> bordada en ella la chica mal herida se tiro sobre mi. Por suerte las sillas tenían cojines. Nos gritamos y golpeamos. Pero no le di importancia. Tuve que presionar hasta que una de sus amigas llena de frustración me lo dijo. Bueno, no me lo dijo. Entre tanto jaloneo grito "Kang Haerin, detente".

Kang, era Kang. Ella no llevaba el apellido de mi padre. La solté en cuando lo escuché.

Solo quería saber quién era la familia principal y claramente era yo. Con una sonrisa socarrona, media mejilla con una mano impregnada en ella, y el orgullo en alto, me fui pensando que había ganado. Ni siquiera sabía qué, pero había ganado.

Mi mamá estaba sorprendida pero no extrañada. No dijo nada el respecto y me malcrió como a esos niños ricos de los dramas que me gusta ver. La única diferencia es que nosotras no éramos ricas.

La madrugada pasó volando. Decidí que sería mejor pasar la noche en el pasillo junto a mi madre antes que ver de nuevo a la tal Kang. Ni siquiera dormí, estaba tan molesta con todo, incluso con el aire que respiraba. No podía creer que de verdad mi padre tuviese otra familia, y además tener el descaro de no utilizar los mismos apellidos. Si ya lo había perdonado, después lo puse a prueba por ser un cobarde.

Una tía me trajo algo de comer a eso de las siete de la mañana y como media hora después los de servicios fúnebres habían llegado de nuevo con su camioneta negra y alargada, listos para llevarse a mi padre.

Creo que nadie está preparado para la muerte. Incluso las personas que planean su propio deceso. No estás preparado para tu propia muerte, tampoco lo estás para la de nadie más. Y es curioso, porque superar la pérdida de alguien es un proceso que figurativamente te quita vida, o por otro lado, ser quien muere también puede ser un proceso largo, doloroso, y en este caso, un desgaste de vida literal. Sin embargo, en la plenitud de la palabra morir, esa simple acción, es estar un día con vida y al otro no. Así de sencillo, así de rápido, así de casual. Hoy si, mañana no.

Eso sucedió con mi padre, estuvo conmigo un dia, muchos días, pero ya no estaría por el resto de mi vida. A la edad de catorce años, a pesar de ya estar bastante crecidita, no lograba entenderlo. Es difícil incluso para un adulto que ya ha separado su vida de la de sus padres. Más adelante entendí que incluso de mayor sigues necesitando a tu familia. Aun con cien años encima puedes seguir queriendo dormir con mamá y pedirle un dulce a papá.

El proceso psicológico de la pérdida me era indiferente. No asistí a terapia por ello; si fuera obligatorio asistir a terapia por una pérdida no habría suficientes profesionales para todos. Tuve que tomarlo como una persona normal, mi padre murió y la vida no se había detenido por eso.

Para ser un día tan triste estaba bastante soleado, incluso mi piel ardía mientras caminaba detrás de la carroza. Pensé muchas cosas pero a la vez nada en concreto durante ese lapso de tiempo. Mientras más nos acercabamos al lugar del entierro, más miedo sentía. Estaba pasando, definitivamente iba a decirle adiós a una persona incondicional y después todo tendría que volver a la normalidad.

Cada paso que daba era más difícil, era como si mi cuerpo no quisiera aceptar la realidad. De verdad mi papá estaba en ese ataúd, sin signos vitales. Ya no iba a decirme princesa, llevarme a dar una vuelta, intentar cargarme a pesar de ya no ser una niña. Ya no haría nada. Lo último que sabría de él es que tirarían montones de tierra sobre dónde se encontraba descansando y que con suerte, si el cielo o el infierno en verdad existían, lo vería una vez más en mi último día de vida.

Me dolió la cabeza sin duda. Eran demasiadas emociones en poco tiempo, creo que no dormir también pasó factura. Me mantuve alejada durante todo el entierro, en el limbo, mi mente estaba en otro lado. Mientras todos lloraban, de nuevo, yo no podía hacerlo y eso me molestaba porque era mi papá y lo amaba. Que clase de hijo no lloraría por un buen padre. Lo intente, así como intentas ir al baño cuando estás estreñido. Nada salió a pesar de mis esfuerzos. Trate de mantenerme a raya con la ceremonia y cuando llegó el momento de tirar flores sobre el ataúd que ya se encontraba bajo tierra, me sentí como la peor persona del mundo.

Entre mis creencias desatadas, con vergüenza, esperaba que el espíritu de mi padre no estuviese presente. No quería que viese que su propia hija no estaba sintiendo nada por él.

Ese día me fui apenada a casa. Mamá se fue a casa de mis abuelos y yo pedí soledad. Nadie me la negó por suerte. Me encontraba tan vacía como mi casa. Me recosté en mi cama y dormí todo el día.

Me negué a salir lo que restaba de la semana. Mis ánimos por el orden desaparecieron y la luz de él sol comenzaba a parecerme un mito. No miré a mi madre, durante ese tiempo y unos cuantos años después sentí enojo por ello, sin entender que ella también estaba pasando por un duelo extraño más el fallecimiento de su compañero de vida. Mis abuelos, tías y primos hicieron lo posible, pero nadie logró sacarme de donde estaba.

Pensaba en muchas cosas, especialmente en aquella chica, la otra hija de mi padre. Me lo terminaron confesando. Mi suposición era correcta y había algo aún más impactante: era un año mayor que yo. En todo caso lo normal sería pensar que entonces mi madre y yo éramos el engaño, sin embargo yo llevaba su apellido y su familia me conocía. En cambio, a ella y su madre no las conocían y tampoco llevaban su apellido. Fueron diversas confirmaciones, los primeros eran los indicadores en el auto. Las segundas fueron las llamadas de emergencia, de mi padre fue una de mis tías y de la mujer que lo acompañaba fueron amigas de la familia, que al llegar afirmaron que ellos eran una familia, familia a la cual mi tías no reconocieron. Lo tercero fue el doble domicilio. Efectivamente muy lejos de nuestro hogar tenía otro.

Fue como si mi vida fuera una mentira, no sabía cómo darle paso al duelo, o cual duelo debía darle paso primero ¿el engaño o la muerte? ambos pesaban igual.

Sempiterno 《Lee Hyein + Kang Haerin》 NewjeansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora