32

403 29 0
                                    


Maratón 2/3

Recuerda votar y comentar para que la historia pueda llegar a más gente.

—Oh, dios. Es perfecta —dije señalando la televisión— ¡Los perros hablaban! ¿Cómo han hecho para que aprendan a hacer todas esas cosas?

Kaiden se encogió de hombros en respuesta. ¿¡Cómo podía parecer tan ajeno a la

obra maestra que acabábamos de ver!? La mejor película de la historia.

—¿Crees que podría conseguir un perro así? Siempre he sido de pájaros, pero creo que podría cambiar de bando. No se lo digas a Elvis.

—Creo que la gente los adopta desde cachorros y los educan durante toda su vida o algo así.

—Entonces no podría. Ni siquiera consigo evitar que Elvis me insulte.

—¿Tú propio bicho te insulta?

—Es un pájaro rebelde.

Negó con la cabeza. Ya sabía que era raro. Pero insultar a la gente a diestro y siniestro formaba parte de la encantadora personalidad de Elvis. Además, ni siquiera sabía lo que decía.

Espero.

—¿Nunca has visto una película disney pero te dedicas a enseñarle insultos a tu loro?

Me encogí de hombros. Tampoco era tan raro...

Si lo es.

Bueno, sí, pero en algo tenía que invertir mi tiempo mientras no hacía ninguna de las cosas que tendría que haber hecho cómo adolescente.

—El caso de Elvis es especial.

—¿Por qué?

Me tumbé en el sofá, apoyando la cabeza en el reposa brazos y subiendo los pies en el regazo de Kaiden.

—Mi madre me tenía prohibido tener cualquier tipo de mascota; ni siquiera un pez de colores. Pero un día, cuando tenía ocho años, apareció en el alfeizar de mi ventana, era muy pequeñita, apenas tenía un par de plumitas; su madre la había echado del nido. A veces pasa, cuando no hay suficiente comida para todos, la madre abandona a alguno para asegurar la supervivencia de los demás. La pobre se dio un buen porrazo contra el cristal. No podía dejarla ahí sola, fuera. Así que la protegí hasta que fue mayor, al principio a escondidas de mi madre, pero cuando al final me pilló ya era demasiado tarde. Elvis siempre volvía cuando la echaban de casa. Yo misma intenté liberarla cuando estuvo lista, pero cuando chocó contra el cristal se hizo daño en un ala; tiene una lesión crónica, solo puede volar distancias cortas, no más de unos pocos metros. Estamos juntas desde entonces.

Deslizó sus manos por la longitud de mis piernas cubiertas por los vaqueros, las acariciaba con las yemas de los dedos, enviando escalofríos por todo mi sistema nervioso.

—Sinceramente, te pega tener un pájaro loco de mascota.

Estiró un poco más las manos, acercándose peligrosamente a la cintura de mis pantalones.

—¿Sabes una cosa?

—Sorpréndeme —respondí.

—Me recuerdas a Chloe, el chihuahua.

Agarré el primer cojín que encontré y se lo lancé mientras me incorporaba. ¿Me estaba comparando con un mini perro blanco que usaba patucos? ¿En serio? Kaiden me atrajo hacia él, riéndose, y me sentó en su regazo, con mis piernas a cada lado de las suyas sobre el sofá.

—Lo digo en serio, tú también tienes que encontrar tu propio ladrido, Sam. Pero no te unas a una secta de chihuahuas, por favor.

Kaiden no tenía ni idea de quién era, pero seguía acertando a la perfección cuando hablaba de mí. Supongo que sí, había huido hasta Nebraska buscando mi propio ladrido.

—Todavía me acuerdo de cuando apareciste el primer día, ladrona. Ibas vestida con colores neutros y pálidos —Subió sus manos hasta mis caderas y las detuvo ahí durante unos segundos, dando un ligero apretón—, estabas muy delgada, demasiado —sus manos siguieron recorriendo mi cuerpo hasta mis mejillas—, hasta tenías las mejillas hundidas, estabas ojerosa —ahora acarició la piel debajo de mis ojos—, llevabas el pelo como recién salido de una peluquería —colocó varios mechones detrás de mis orejas—. Parecías cansada, muy cansada.

Conocía perfectamente el aspecto que había tenido; el rostro de alguien que se sentía vacío.

—Pero ahora brillas. Con tu ropa que se ve a kilómetros de distancia, ya no pareces un fantasma y hasta tus mejillas tienen un rubor natural —su voz se volvió más ronca cuando deslizó sus manos frías por debajo de mi camiseta. Mi piel reaccionó al instante, poniéndose de gallina. —Solo hay un problema.

—¿Cuál? —murmuré.

—Que sigues teniendo la misma mala hostia.

Puse los ojos en blanco. En algún momento tendría que superarlo. Acerqué peligrosamente sus labios a los míos.

—No deberías poner música a todo volumen en mitad de la madrugada si no quieres que tire tu puerta abajo.

—Podrías haberme dicho antes que eso era lo único que necesitaba hacer para que te presentaras en mi piso de madrugada. Tendré que empezar a ponerla más a menudo.

No pude aguantar más, uní mis labios a los suyos. Demandante. Cuando sus dedos caprichosos hicieron contacto con los aros de mi sujetador un escalofrío placentero recorrió mi cuerpo, que reaccionaba a él. Las sensaciones se arremolinaron dentro de mí como un torbellino.

Sin embargo sus manos no se detuvieron ahí, siguieron moviéndose por mi piel. Tocándome, acariciándome.

Como si sus manos fueran brochas y yo un lienzo en blanco.

Me separé de él unos segundos, con la respiración agitada mientras él jugaba con el broche de mi sujetador. Su mirada se había oscurecido mientras me observaba con una mirada cargada de intensidad.

—¿A qué estás esperando? —murmuré.

—No tengo ni la menor idea.

Volvió a besarme. Esta vez tomó él el control del beso, repasando mis labios con su lengua lentamente antes de morderme ligeramente el labio inferior. Abandonó el broche de mi sujetador y bajó sus manos hasta mis caderas mientras empezaba a moverme en círculos sobre su regazo.

De pronto se levantó del sofá, sujetándome con fuerza mientras yo me aferraba a sus caderas con mis piernas.

—A la mierda.

Caminó conmigo agarrada hacia su habitación.

Durante días no pude sacarme de la cabeza lo que me había dicho.

Encontrar mi propio ladrido.

A Bad Badboy || EN CORRECCIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora