1. Laia

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En la pared lateral del Magic Coffee, había un cuadro de Lee Daehyun. Lo había pintado yo y medía un metro y medio. Me lo compró Sofi antes de que fuéramos amigas y empezara a trabajar en su cafetería, cuyo nombre era homenaje a su canción favorita de Dynamite, grupo al que pertenecía Lee.

A su marido, Paolo, no parecía hacerle gracia que Sofi venerara con tanto entusiasmo a otro hombre a pesar de que reconoció que era realmente hermoso. No sé si se refería al cuadro o al retratado, pero tenía razón.

—A mi edad, es difícil encontrar a personas con los mismos gustos —dijo Sofi, y Paolo reprimió una risa sin mucho éxito. Su mujer le lanzó una mirada que podría haberlo hecho estallar en mil pedazos y volvió a ponerse serio. Acto seguido, ella me cogió las manos—. Es precioso, de verdad. Y no dudes en pasarte por aquí cuando quieras charlar sobre nuestro muso.

Nunca había contemplado a Lee Daehyun como a alguien tan soberbio como para otorgarle ese título, pero, desde aquel día, empecé a verlo con otros ojos, sobre todo porque solía quedar con Sofi para fangirlear sobre él, su grupo y los crushes de los k-dramas que veíamos. En una de mis visitas al Magic Coffee, me topé con una Sofi saturada, un Paolo despotricando desde la cocina y una misión: ayudarlos.

Desde entonces, habían pasado cuatro años, gané un trabajo estable, una amiga incondicional y el Magic Coffee se había convertido en un lugar al que pertenecer, donde ser alguien, sentirme admitida, como en familia.

Pero no quería que ese fuera mi sitio, verme reducida a servir cafés y aguantar a la gente, a ser otra cosa que la que tenía planeada, y solo para subsistir y pagar facturas. Realmente lo odiaba, porque mi plan de vida había sido otro.


Aquella semana trabajaba en turno de mañana y a Sofi le quedaban tres días para regresar de sus vacaciones forzosas en casa de su abuela —siempre que discutía con Paolo, desaparecía—. Cuando no estaba ella, me sentía perdida, quizá porque me había malacostumbrado a depender de mi amiga de forma emocional y la usaba como pañuelo de lágrimas en mi drama continuo de desamores. Víctor se acababa de marchar de la cafetería, habíamos discutido una vez más y mi

estado de ánimo estaba por los suelos. Que fuera martes tampoco ayudaba, ya que la cafetería solía estar vacía y el trabajo me venía bien para no pensar.

Mientras preparaba varios cafés para que mi compañero Antony los sirviera, no pude evitar que los pensamientos más sombríos y miserables acudieran a mi cabeza. Casi me deshice en llantos de no ser por Paolo.

—Mi piccola, ¡olvida a ese cabrón! —Paolo tenía buenas intenciones, pero a veces era un poco brusco—. ¡Llora cuando acabe tu jornada! —Era mi jefe, me pagaba, pero tenía pocos pelos en la lengua y mucha razón.

Tomé una bandeja, me deslicé de detrás de la barra como una bailarina en el escenario y, tras tomar nota a varios clientes habituales que siempre pedían lo mismo, me giré para atender a un recién llegado envuelto en una chaqueta marrón y una boina beige que casi le llegaba a la nariz. Se sentó en la mesa número siete, rara vez vacía, y se hundió en la silla como si quisiera esconderse del mundo.

Me sorbí los mocos con disimulo, aún presa de la congoja que me había provocado la presencia de Víctor, y fui a tomarle nota. Cuando sus ojos, negros como el café más tostado, los más profundos que jamás había visto en mi vida, se cruzaron con los míos, me dio un vuelco el corazón.

—¿Ocurre algo? —preguntó en un inglés excelente. Su rostro denotaba confusión y cansancio, así que supuse que me había quedado embobada mirándolo.

—No, disculpe, ¿qué le pongo? —me atreví a preguntar al fin y le entregué la carta de dulces. Mi inglés era bueno y solía atender a los extranjeros que frecuentaban el local.

Como una flecha en el cielo azul (Disponible en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora