Las Hijas de Belcebú

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Era noche cerrada en Venecia, todo estaba en calma. Por uno de los canales surcaba una góndola silenciosamente. Luciano observaba con semblante serio las ondas que hacía la embarcación a su paso. En la mañana, prácticamente al alba, llegó a su morada una invitación de una fiesta de mascaras a la que se veía obligado a asistir, pues las anfitrionas eran, nada más ni nada menos, que las brujas Donatella, Octavia y Elizabetta, más conocidas como: Las hijas de Belcebú.

Inesperadamente la góndola se detuvo. Luciano se giró hacia el gondolero, interrogante, en ese momento se dio cuenta de que no le había mirado en todo el viaje, sino se hubiera dado cuenta de que el gondolero tenía cabeza de caballo.

-Es aquí, señor- le avisó el caballo. Luciano puso un pié en el escalón de la casa de las brujas, el caballo carraspeó, entonces Luciano se sacó un terrón de azúcar del bolsillo y se lo dio.

Cuando se giró hacia la fachada se encontró en medio de un jardín.

-Te estábamos esperando, Luciano- dijo una voz femenina. Unas mariposas doradas aparecieron de repente y le levantaron del suelo para llevarlo ante un gran árbol. Entre sus ramas se encontraban tres bellas damas vestidas con lujosos vestidos y antifaces dorados.

-¿Qué quieren de mí?- Se atrevió a preguntar Luciano, intentando no prestar atención a la belleza sobrehumana de las brujas. Todas ellas se echaron a reír ante la pregunta.

-¡Qué necio, todavía no sabe que hace aquí! ¿Es que su padre no le contó nada?

-Claro que no le ha contado nada, ese hombre era tan orgulloso que no era capaz de admitir que toda su fortuna no es suya ¿verdad, Donatella? - la más hermosa de las tres le miró. El pobre hombre estaba intimidado. La bruja se rió.

-Así que Luciano... Pobre ¿Qué se siente al saber que incluso tu nombre lo elegimos nosotras? ¿Estarás confundido, no? El necio de tu padre nunca te habló de que nos pertenecías.

-¿Pe...pe...perteneceros?- Luciano cada vez estaba más asustado.

-Exacto, pequeño corderito, tú nos perteneces. Hace treinta años tu padre vino a nosotras en busca de ayuda, parece mentira que por aquel entonces era más pobre que las ratas.- un montón de ratas salieron del gran árbol y se abalanzaron sobre el chico.- ¡Elizabetta, contrólate!- las ratas desaparecieron- Bien, como te iba contando, tu padre vino en busca de ayuda y nosotras, como buenas samaritanas que somos, le ayudamos. Le prestamos oro, fama y privilegios, pero a cambio le pedimos un pagaré.

-El hijo primogénito, a la misma edad a la que hizo el trato: veintiocho años.- Las hijas de Belcebú estallaron en risas estridentes. Todo el jardín se ensombreció en un momento, los árboles se pelaron y sus ramas se convirtieron en garras. Luciano, aterrorizado, dio media vuelta y empezó a correr en sentido contrario a las brujas, sin embargo, nunca encontraba la salida. Las estridentes risas seguían oyéndose de fondo.

En un momento dado de su carrera, no sabría determinar cual, se encontró rodeado de hombres con cabeza de caballo, como el gondolero. Sintió verdadero terror: Vio como iban a acabar con su vida, o peor aún, le arrastrarían hasta el infierno para convertirlo en un ser sin conciencia propia y divertirse a su costa. El desdichado hombre rompió en un llanto desesperado, no quería acabar de aquella manera, no había resuelto todo lo que tenía que hacer ¿Qué pasaría con la pequeña Violetta? Era nada más un bebé ¿Y con su esposa, la dulce Francesca?

Las tres brujas aparecieron delante de él. Octavia fumó de una pequeña y alargada pipa y todo se rodeó de una intensa niebla roja. Otra vez aparecieron las mariposas doradas. Una de ellas se posó delicadamente en su nariz. Luciano contempló con horror aquella mariposa, era un gusano del que salían unas bellas alas doradas, pero en vez de tener una cabeza de gusano normal, tenía la cara de su hija recién nacida.

Sintió como la vida se le escapaba con una punzada en el corazón.

-¿Qué le ha pasado?- preguntó Elizabetta. Octavia se agachó junto al cuerpo del hombre y le puso una mano en el pecho.

-Ha muerto, un infarto- sentenció.

Las tres hermanas se miraron con el miedo reflejado en su mirada.

-¿Y ahora que hacemos, Donatella?

-Solo nos queda esperar... No hemos cumplido con lo que pedía padre. Merecemos un castigo- informó en un tono lúgubre. Las otras dos brujas se miraron preocupadas.

Todo se volvió negro. Una presencia se movió entre ellas y una voz grutal preguntó:

-¿Y bien, dónde está el alma que me pertenece?

Finale

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