El sabio y el ciego: una historia sobre la paz

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Aquella noche llovía intensamente. Los truenos, capaces de quebrar hasta los troncos más centenarios, se colaban por todas los rincones de las villas. En épocas así, los ricachones de turno, esos de monos largos floreados, caros y dorados, cerraban sus palacios a cal y canto y san se acabó. Mientras que las humildes personas del pueblo llano, los de las chanclas de mala calidad y los sombreros de paja, se las debían apañar para que sus casas de paredes finas y madera blanda no se fueran al traste durante la noche. Con suerte, no se les caía la pared del vecino. No obstante, ahora os contaré cómo las pasaban canutas aquellos que ni tenían un sombrero de esos, simplemente unas telas bien apretadas para taparse y un futón, si tenías suerte de encontrar uno en un basurero cercano.

Normalmente vivían bajo los puentes de los canales, o, si eras lo suficientemente afortunado, y dependiendo de la piedad de la persona a la que preguntases, podrías refugiarte en la casa del perro de la familia más cercana. Esta gente, dicho en plata, ocupaba el primer puesto en el último escalafón de la pirámide social que los señores de palacio de los que os he hablado determinaban como norma. Era algo así como: "mirad, tíos, nosotros repartimos la plata aquí, ¿vale?. Vosotros seguid órdenes y os irá de puta madre". De esta forma, a los de abajo siempre les tocaba pagar el pato y su único cometido era agachar el morro y, por decirlo de un modo no demasiado agresivo, pero sí visual, se encargaban de arrancar los chicles de las suelas de los zapatos de los de que estaban arriba. Los que estaban incluso peor que estos, se limitaban con las migas de las migas del pan de un campesino —y, seguramente, estarían rancias y mojadas de barro.

En este estrato habitaban todo tipo de desgraciados. Desde fugitivos de la ley, como piratas o violadores, los jodidos por el sistema, como los artistas con ideas revolucionarias, o, peor aún, los jodidos por genética. De modo que, si nacías aquí, y no tienes culpa de ello, en tu frente aparecía: "apañátelas, colega. Lo tienes negro". Es decir, el caso más desafortunado de todos es cuando, sin desearlo, perteneces a esa amalgama de desterrados y expatriados y no existe nada aparentemente posible para escalar de esa trinchera social; manchada y negra ante los ojos de los que pueden caminar libremente sobre ella. Y ya no hablo de gente expulsada a dedo de la fiesta del jolgorio y despilfarro, sino también a aquellos a los que la falta de compasión les ha puteado de lo gordo. Estoy hablando de los tullidos, los sordos, los ciegos y los locos, aunque, a decir verdad, al menos estos últimos podían sacarles partido a sus idas de olla para recoger algunas perras tras las sesiones del circo ambulante de turno.

Los lisiados y los completos discapacitados —así los llamaban, sin tapujos— eran pues, la lacra del equipo. Al menos, ahora hay medios para hacer de su vida un paseo más ameno, pero, como podréis imaginar, por aquel tiempo ni existían pipas que tirarles. Su único porvenir, por fatalista que suene, era una incertidumbre pintada de desdicha. Sin embargo, pese a que todo esto que os he contado fuese cierto, existían también aquellos intrépidos, corazones inquietos que no se arrodillaron por ser quienes les había tocado ser. Así, y ya retomando la eléctrica noche de la que hablaba antes, os hablaré brevemente las hazañas de Shanti, un exciego militar que, cubierto de mugre y agua salada, no le importó un carajo las monstruosas nubes que se cernían sobre sus hombros para seguir con su camino; para materializar, pese al cansancio diario y su incertidumbre ante la supervivencia, el sueño que surcaba su mente cada día y noche desde que dejó el campo de batalla: poder ver de nuevo. Dicho esto, empecemos con su historia.

Ya habían pasado varios meses desde que fue gravemente herido en un combate feroz contra el enemigo que, desde un principio, ya parecía estar perdida por la gran fuerza que desprendía el ejército adversario. Pero, pese a la evidente falta de potencia, los caballos y las lanzas de la formación aliada fueron los primeros en arrimarse salvajemente hasta ellos. Como conclusión, la previsión de la derrota se hizo realidad. Shanti y su escuadrón, El Dragón de las Mil Espadas, vestidos de un verde pardusco y un plateado reluciente, fueron brutalmente avasallados. Así, la mayoría falleció en acto de guerra —o con "honor", cómo dirían los que compartían ese ego militar, casi sagrado—, pero, por suerte, nuestro querido protagonista solo cayó desmayado tras el corte fugaz y ligero de la katana enemiga sobre su cabecera. Se encontraban en una escaramuza en el bosque y la noche se había hecho ya con el lugar, por lo que para el momento que Shanti se desplomó ya era aquel un terreno completamente desconocido. En la oscuridad no se discernían bien los cuerpos y, por ende, los dueños de aquellas katanas despejaron aquel bosque como buenamente pudieron; y después se fueron, seguramente, a emborracharse y pitorrearse de los caídos en el barrio rojo más cercano.

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