Hipnos no había conseguido derrotarla aquella noche y se la había pasado con los ojos totalmente abiertos, dando vueltas en el lecho, debido a la emoción de lo que estaba por suceder durante ese día. Finalmente tenía la edad suficiente para participar en la festividad en honor de Artemisa Ortia y su madre había dado su permiso. Llevaba preparándose, junto al resto de chicas danzantes, durante meses; su hermana, Clitemnestra, también estaría a su lado, mientras que Castor y Pólux serían dos de los efebos. Además, también se lo tomaba como una presentación, ya que, de la misma manera, contaba con edad suficiente para contraer matrimonio y esperaba que su danza atrajera miradas.
En cuanto percibió que la Eos alejaba el manto de su hermana, se levantó de un saltó y se arregló a toda prisa, o eso intentó. No estaba acostumbrada a hacerlo sin sirvientas y lo único que logró fue hacerse un estropicio en los cabellos. Por fortuna, enviadas por la reina Leda, varias sirvientas pronto hicieron aparición y, con sus mejillas rojizas por la vergüenza, las permitió arreglar la situación. Al terminar con ella, estaba radiante, se sintió la mujer más hermosa de la tierra y, por las conversaciones que había escuchado a escondidas, así la consideraban quienes la habían vislumbrado.
En la sala principal del palacio su familia la estaba aguardando. Leda y Tindáreo se habían puesto sus mejores galas, Timandra y Filónoe lucían despampanantes vestidos, Clitemnestra estaba vestida como ella, y los gemelos se cubrían con el simple peplo que la tradición mandaba.
-¡Estás increíble hoy, Helena! –Exclamó Castor cuando se juntó con ellos.
-Las habladurías no hacen honor a tu belleza real, hermana –afirmó Pólux.
-Gracias por vuestras palabras, queridos hermanos –contestó ruborizándose.
Por el rabillo del ojo, se percató del torvo gesto que frunció los rasgos de su hermana. No se llevaba muy bien con ella. Clitemnestra siempre la había tenido cierta envidia, ya que el servicio siempre la había tratado con mayor mimo. En una de sus correrías por los pasillos, oyó una conversación a escondidos entre dos sirvientes en la que averiguó que, según ellos, ella no era hija de su padre, sino de Zeus. Si su hermana lo sabía, era posible que de ahí viniese esa animadversión que, de unos años hacia adelante, la había demostrado. Suspiró apenada, pues la gustaría estar a bien con ella.
-Bueno. Ya que estamos todos, pongámonos en camino –anunció Tindáreo-. No estaría bien que hiciésemos esperar al pueblo de Lacedemonia.
-Sí, padre –contestaron los hijos a coro.
Así emprendieron la procesión hacia el santuario. Dicho lugar estaba a las afueras de Esparta, en una pequeña depresión situada entre Limnai y los terrenos que quedaban al occidente del Eurotas. Durante el trayecto, una ingente cantidad de espartanos, que habían estado esperando su regia salida, los siguió en una comitiva que se fue haciendo más grande conforme pasaban los minutos. En el santuario, de la misma manera, también se congregaba ya una marabunta de lacedemonios, impacientes porque el rey diera inicio a las festividades.
En medio de un semicírculo de robustos árboles, muchos años atrás, se había construido un altar rectangular, conformado por terrones de tierra, sobre el que más adelante se colocaría la escultura de madera de la diosa cazadora. De él partía un pavimento de piedras fluviales, extraídas del propio río, y recientemente se había iniciado la construcción de un muro trapezoidal.
La llegada de la familia real fue recibida con una gran algarabía y los tindarios recibieron con sonrisas las alabanzas que les prodigó su pueblo. Mientras Tindáreo, Leda y sus hijas mayores tomaban sus asientos de honor, los cuatro nacidos de huevos se separaban para ir con sus respectivos grupos.
Cuando el público que los rodeaba se calmó y todos estaban en sus correspondientes posiciones, el rey indicó con un gesto que podían comenzar. Lo primero que se llevó a cabo fue la procesión. Un grupo de sacerdotes, partiendo desde el templo principal en la ciudad, cargó con la escultura de Artemis y, llevándola a hombros, la dejaron posada, en mitad de un reverencial silencio, en el centro del lugar.