Capítulo 58

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El día pasa lento y agradable, un calor primaveral se filtra por las ventanas y el pijama de manga corta que me ha dado Ángel unas horas atrás es tan cómodo y suave como seguir pegado a sus sábanas. Observo el bosque a través del cristal unos minutos más mientras oigo la sartén chisporrotear desde la cocina y a Ángel tarareando. Al ambiente es tranquilo y el pasaje idílico. La llanura cercana a la casa es la misma que cuando vine: todo verde y salvaje, lleno de pajarillos, enredaderas que trepan sobre cualquier cosa que tenga el atrevimiento de quedarse quieta, y algún que otro bicho zumbando de un lado para otro.

Es curioso cómo, sin haber cambiado ni una sola brinza de hierba o piedrecilla del camino, el paisaje se me antoja tan distintos.

Hace unas semanas para mí este era un bosque espeluznante, una cárcel o un laberinto de raíces retorcidas que me ocultaba del mundo y me alejaba de mi salvación. Un lugar de pesadilla.

Hoy parece simplemente un bosque. Ni más, ni menos. Un sitio donde tu mayor problema es que un mosquito de pique mientras haces un picnic.

Suspiro por la idea. El sol colándose entre los árboles, las nubes arrastrándose con calma por el cielo, las ardillitas que trepan los árboles con sus apretujables mejillas llenas de bellotas... Parece un sitio que me habría encantado de pequeño, algo así como un bosque encant-

Un escalofrío me recorre, terminando en mi nuca con la sensación húmeda y fría que precede a las arcadas. Mi lengua sabe agria, mi saliva pastosa y el detestable recuerdo latiéndome en la mente.

Me levanto del sofá y me dirijo a la cocina en busca de Ángel. Quiero darle un abrazo e inhalar su aroma masculino. Quiero que se me quede la cabeza en blanco. No más bosque encantado. No más mamá.

Lo encuentro de espaldas a mí, saltando de la sartén a la olla atareadamente. Lo miro un rato en silencio, frotándome los ojos perezosamente, mientras pienso que se ve muy bonito mientras cocina. Saca las patatas y zanahorias hervidas del agua pasándolas por un colador metálico y mientas escurre las verduras zarandeando el colador con una mano, con la otra voltea un pedazo de pollo bien dorado en la sartén. Incluso está llevando un delantal rosado que le va demasiado pequeño. Me tapo la boca cuando emerge una pequeña risa, mi pecho se siente cálido y la escena es tan tierna.

Me acerco a Ángel por detrás cuando está emplatando el pollo y vertiendo las verduras en un recipiente alargado, luego lo rodea con los brazos, pegando mi rostro a su fuerte espalda. Él se queda parado un segundo, temblando un poco durante esos instantes, luego su cuerpo se relaja y deja ir una exhalación aliviada. Restriego mi cara entre sus omóplatos como un gatito mimoso de cabellos despeinados y digo:

—¿Me abrazas?

Mis mejillas se ponen rojas tan pronto hago la pregunta y hasta Ángel parece sorprendido. Se queda parado al oírme, como si no estuviese convencido de haberlo hecho, y luego deja todo para voltearse, estrecharme muy fuerte contra él y levantarme del suelo como si no fuese nada.

Me gusta mucho la sensación de volar tan pronto sus brazos fuertes me rodean. Me hace sentir tan lejos de este mundo, tan como si flotase lejos en una burbuja.

Ángel me da un achuchón extremadamente fuerte y me besuquea las mejillas mientras noto que las suyas están coloradas, después de eso me vuelve a dejar en el suelo, con sus manos aún rodeándome. Esconde su rostro en mi cuello tímidamente, dejando allí dulces y pequeños besos.

—No tenemos comida para la cena —comenta, un poco nervioso, aunque no entiendo por qué. —, había pensado, después de comer que... que podríamos ir a comprar algo.

¿Qué?

Me quedo petrificado. Sus manos me acarician la espalda un poco y él me da un beso en el cuello, uno pequeño y muy tímido.

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