Parte 1 Prólogo

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Inglaterra, abril de 1462, Abadía de Santa María de Furness, condado de Cumbria. Inglaterra.

Alexia recorrió el huerto situado a los pies del convento, donde había sido recluida, para dirigirse hacia donde la esperaba uno de los hombres de su padre. Una vez más, recibiría su negativa al ofrecimiento de un nuevo compromiso. No aceptaría el matrimonio con ese último pretendiente. Le entregó su mensaje y regresó hacia el que ahora era su hogar en el cual, llevaba ya cuatro meses desde que su padre la había dado a elegir entre acatar sus órdenes y encontrar marido o recluirse en un convento.

A sus diecinueve años se la podría considerar ya que se le había pasado la edad de contraer matrimonio. Su padre, la había consentido en esos años, que se tomara su tiempo para encontrar un esposo. No quería forzarla a un matrimonio impuesto por él, a fin de establecer alianzas u obtener un enriquecimiento a través del mismo. Pero ella, no se decidió nunca por ningún de los innumerables pretendientes que había llamado a las puertas de su hogar.

Su padre, cansado ya de sus constantes negativas, decidió apremiarla para que tomase una decisión, pero lo único que consiguió fue que ella se aferrara más a sus ansias de libertad y de casarse con un hombre por el que pudiera sentir algo más que cariño.

Estaba hechizada por la idea de los valientes caballeros de los romances, que salvaban a bellas damas de dragones y demás criaturas fantásticas. No quería verse atrapada, hasta el fin de sus días, en un matrimonio con un hombre que solo la haría sentir respeto y, con suerte aprecio.

Su rebeldía había sido tolerada por sus progenitores desde su infancia. Pero al cumplir los catorce años todos sus caprichos infantiles se acabaron. Donde antes todo eran juegos y risas, ahora eran enseñanzas para organizar un hogar y dirigir a la servidumbre. Estaba decidida a encontrar un hombre al que amara y convertirse así en su esposa y madre de sus hijos. Pero ninguno de los hombres que conoció la hizo sentir ganas de unirse a ellos.

Una vez más, su padre se encontraría con que su respuesta sería una rotunda negativa.

Ella había asumido que su estancia, en aquella espartana abadía, iba a convertirse en su hogar para siempre. Al fin al cabo, la vida dentro de aquellos austeros muros, tampoco era tan desagradable como se la había imaginado en un principio. Dura sí, eso no podía negarlo, pero podría acostumbrarse a vivir allí.

Había entablado una muy buena amistad con el resto de las jóvenes doncellas que habían sido enviadas allí al igual que ella. Entre todas, conseguían que hubiera algo de alegría y diversión, a escondidas, en aquel sobrio y respetuoso ambiente.

Ojalá fuese como su hermana que aceptó sin miramientos la proposición del que ahora era su marido. Ella era feliz, su marido era joven y bastante atractivo. Y aunque, al principio, no había existido amor entre ellos, tras un corto espacio de tiempo, se sintió profundamente enamorada de él.

Pero no deseaba arriesgar su felicidad a un quizás. Quería ir sobre seguro, encontrar un hombre dulce y cariñoso que la hiciera sentir la mujer más feliz sobre la faz de la tierra y que le ofreciera una vida llena de amor y alegría.

Suspiró y levantó su cabeza hacia el cielo, a la vez que cerraba sus ojos, y rogó silenciosamente a Dios, que si ese hombre existía, apareciese pronto en su vida, porque estaba perdiendo la esperanza de que aquello ocurriese algún día y pronto se la consideraría demasiado vieja para encontrar un hombre que se interesase por ella.

Cautiva de una mentiraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora