CAPÍTULO 84

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    Estaba sola, encerrada bajo su propia voluntad y en completa oscuridad, la experiencia vivida anteriormente había sido suficiente para mantenerla alejada durante mucho tiempo, sin embargo, desconocía en qué sitio se estaba metiendo; al igual que ella, Lucía había corrido su misma suerte y ambas se habían encontrado, aunque a oscuras, con Verónica Warren. Ante el temor de repetir aquella tan traumática situación, prefirió tantear las paredes hasta dar con el interruptor, pues nadie, excepto la bailarina, sabían que se encontraba allí. Mientras intentaba hallar su objetivo, trataba de agudizar su oído con el fin de percibir algún sonido, aun imperceptible, fuera de lo normal, pero carecía de hipersensibilidad acústica como aquel protagonista de El corazón delator, quien muchas cosas había oído en el cielo y muchas en el infierno. Las paredes, rugosas y, según las recordaba, despintadas, delataban la falta de mantenimiento, en realidad el instituto carecía de problemas edilicios, no obstante, parecían haberse olvidado de aquel cuarto, el cuarto prohibido, del cual aún no conocía la razón de tal prohibición. Sus manos se movieron con rapidez hasta dar, por fin, con el interruptor, una sonrisa triunfal se dibujó en su rostro, pues su temor a la oscuridad, parecía haber emergido, sin embargo, fue apoyar su espalda contra la pared para observar con horror que allí estaba, parada entre las cajas, la presencia de la rubia, mirándola fijamente, inamovible, y ella, Ana, la que aún seguía siendo, tapándose la boca para no gritar y temblando cual hoja que busca desprenderse del árbol opresor. Sin quitarle la vista de encima, buscó el picaporte, pero la puerta no se abría, intentó tranquilizar su mano temblorosa y volver a tratar, sin embargo, parecía estar cerrado, se sentó cuidadosamente en el suelo y decidió esperar a que alguien se diera cuenta de su encierro, sin apartarle la vista de encima. De pronto, tras unos cuantos minutos en silencio, Verónica comenzó a moverse, dio, apenas unos pasitos hacia atrás y luego a la derecha, a continuación, miró hacia abajo, hacia unas cajas de las tantas que había allí. Era evidente que le estaba señalando algo, que quería que la siguiera, así que debería tragarse sus temores y recordar que no era la primera vez que hacía contacto con la rubia, por lo tanto, a gatas, se acercó, sin desviar su mirada, lentamente, tan lentamente, que apenas despegaba sus manos del suelo. Llegó, finalmente, hacia el objetivo y bajó la mirada. Por primera vez vio sus pies, pequeños, revestidos por las medias azules, manchadas de tierra, una de sus rodillas presentaba una leve lastimadura, dirigió su mirada hacia arriba, la camisa mojada que dejaba traslucir el corpiño, sus ojos se encontraron con los suyos y su frente siempre lastimada. Desde esa perspectiva, Ana comenzó a correr las cajas hasta dar con un baúl de madera, estaba segura de que no lo había visto antes, así que jaló, pero no fue capaz de abrirlo, intentó unas cuantas veces más, pero nada, era inútil, estaba cerrado con llave y desconocía el sitio donde hallarla. De pronto, oyó voces afuera, advirtió un griterío de alarma, así que, para no ser descubierta, corrió hacia la pared y apagó la luz, pues la presencia de Verónica le causaba menos temor que enfrentarse a quien la descubriese husmeando en el cuarto prohibido. Apoyó su oído en la puerta, pero un sinfín de voces se agolpaban al unísono, por lo tanto, prefirió observar por el ojo de la cerradura y solo fue capaz de ver faldas azules yendo y viniendo, "las chicas" pensó. De repente, un ojo del otro lado se encontró con el suyo, lo cual la obligó a caer de bruces dentro del cuarto, era en vano seguir escondiéndose, ya sabían que se encontraba allí, por lo tanto, volvió a espiar hacia el otro lado y vio, nuevamente, aquel ojo celeste, penetrante, inquisidor, ¿por qué no abría la puerta y la rescataba de allí?, antes de que se le ocurriera girar el picaporte, percibió un intenso olor a quemado, volteó hacia donde se hallaba el baúl, aunque a oscuras, y allí la vio, a Verónica, prendiéndose lentamente fuego. Sin saber cómo actuar, si acercarse, si dejarla consumirse hasta quedar reducida a cenizas, si encender la luz, si huir despavorida del cuarto, finalmente optó por esto último, pues abrió violentamente la puerta y, pese a no haber encontrado el ojo espía, decidió unirse, algo agitada, al tumulto de jovencitas correteando por el pasillo. Se encontró con rostros que no había visto jamás, las misteriosas niñas a las que nunca antes había podido ver, estaban ahí, frente a sus ojos, vestidas todas de igual forma.

   Intentando buscar respuestas de lo que ocurría, se topó con Cecilia y no pudo evitar mirarla con confusión, esta, al notar tal actitud, le devolvió el gesto, y, sorpresivamente, le extendió un balde de agua y le pidió que la siguiera.

   Atolondrada, trotando por inercia, siguió los pasos de la figura delgada de su compañera, mientras cargaba el balde, el cual le pesaba a sobremanera. No solo se preguntaba hacia dónde la guiaba, sino también no comprendía cómo los brazos huesudos de Cecilia contaban con semejante fuerza.

—¿A dónde vamos? ¿Qué está pasando?

Y fue en ese momento cuando, al ir acercándose de a poco, vio la llamarada implacable, las brasas, casi extintas, devoraban, con avidez, la madera, mientras que un grupo improvisado de bomberos, en su mayoría mujeres, intentaban aplacar su paso despiadado. Ana se unió a este grupo, vaciando el contenido de agua del balde que le habían proporcionado. En eso vio a las jovencitas, cuyos rostros desconocía, verter el agua e ir en busca de más. Se acercó un poco hacia la humareda, a pesar del reclamo de Cecilia para que permaneciera alejada junto con ella. Al acercarse notó a Isabella con el balde vacío en sus manos, permanecer inmóvil, confundida, preocupada por la situación; de pronto, la multitud se abrió paso para dejarle lugar a la ambulancia del único hospital del pueblo, donde ella, una vez, estuvo internada. Entre los allí presentes descubrió el rostro de Juan, el cual se encontró con el suyo y ambos, comprendieron con la mirada, que no era momento de entrar en conversación. Mientras dos enfermeros bajaban una camilla de la ambulancia, los ojos de Ana se encontraban en todas partes visualizando personas, rostros conocidos y otros no tanto, que se agolpaban esperando descubrir la identidad de la persona que sacaban de la casa incendiada con un respirador. No sabía por qué el morbo y la depravación saciaban la sed de las masas, sin embargo, su vista se depositó en la casa medio carbonizada, medio en ruinas, y la reconoció de inmediato, más luego comprobó con horror, que a quien sacaban en camilla era su cita de las siete, la siempre esquiva Rosa López. 

LA DESAPARICIÓN DE VERÓNICA WARRENDonde viven las historias. Descúbrelo ahora