El mar del horizonte.

47 42 7
                                    

En un rincón olvidado del mundo, donde el tiempo parecía haber detenido su marcha, se alzaba un mar eternamente melancólico. Sus aguas azules, indómitas y misteriosas, llamaban a los corazones inquietos con su hechizo poético. Pero aquel mar guardaba una promesa oculta: nunca permitía ser alcanzado más allá del horizonte, como queriendo resguardar en su seno los secretos más profundos del universo.

Un navegante intrépido, dotado de sueños infinitos y un espíritu indomable, se aventuró en la osadía de desafiar ese misterio. Su nombre resonaba en los puertos como un eco lejano, como una melodía resonante que envolvía los corazones de los soñadores. La leyenda de aquel hombre trascendió el tiempo y alimentó el anhelo de aquellos que ansiaban hallar el lugar donde el mar se perdía en la inmensidad.

Con un barco plateado, de velas blancas y firmes, aquel navegante partió hacia el horizonte, desafiando las leyes de la razón y desafiando también las tibiezas del espíritu humano. El mar abrazó su embarcación con fuerza, balanceándola suavemente al ritmo de sus canciones ancestrales. Las olas jugaban con el navío, acariciándolo con delicadeza y llenándolo de versos escondidos.

El navegante, con mirada deslumbrada, contemplaba el cielo que parecía fusionarse con el horizonte. Sus ojos se perdían en la sinfonía caleidoscópica que se dibujaba en el lienzo celestial, donde los dorados se desvanecían en violetas y los rosados se fundían con los cobaltos. El mar, aquel mar enigmático, se convertía en testigo silencioso del romance que se tejía entre el límite del horizonte y el corazón anhelante del navegante.

Los días y las noches se sucedían, envolviendo al navegante en una penumbra irreal. Las estrellas se alzaban como faros celestiales, guiándole en su afán de ir más allá de lo posible. Pero el horizonte, ese límite que parecía erguirse como un muro infranqueable, persistía en su reserva de secretos inaccesibles.

El navegante, consumido por una pasión obsesiva, continuaba su travesía, surcando los mares con la esperanza insaciable de alcanzar aquel horizonte que se le escapaba entre los dedos. Sus manos desgastadas se aferraban a la madera del timón, como si su fuerza y voluntad pudieran quebrar las leyes impuestas por la naturaleza misma.

Pero, conforme se adentraba en la inmensidad del mar, el navegante comenzó a comprender que ese horizonte inalcanzable encerraba en sí el sentido de la travesía misma. Ese mar, que nunca se dejaba atrapar por completo, era una metáfora de lo efímero y lo eterno a la vez. Cada ola que acariciaba su barco le susurraba al oído el eco de la poesía que danzaba en la naturaleza.

Y así, entre los cantos del mar y los destellos del sol en el horizonte, el navegante encontró la paz. En la oscuridad de la noche, cuando las estrellas parecían susurros lejanos, comprendió que su travesía no era la de conquistar un destino inalcanzable, sino de seducirse con la danza eterna de lo inalcanzable.

A partir de aquel momento, el navegante se convirtió en un poeta náufrago, escribiendo versos efímeros en las olas eternas de aquel mar mágico. Y así, su espíritu nunca dejó de navegar en busca de una quimera inaccesible. Aquel mar, cuyas aguas se perdían más allá del horizonte, se convirtió en el eterno compañero de su alma errante, enseñándole a amar en la belleza de lo imposible.

Relatos De Una Antología-Los Cuentos Poema.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora