El cuadro de la niña sonriente (terror)

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En el místico caparazón de la noche, la mansión de madame Celestina Desrosiers se convertía en una sinfonía de sombras danzantes. Los viejos relojes, custodios silenciosos del tiempo, susurraban melodías de tinieblas en la quietud sepulcral de los pasillos, marcando con su repetitivo tañido los segundos que se desvanecían en la penumbra envolvente. Allí, en su esencia misma, en su elegante estudio adornado por pinturas y recuerdos, reposaba con una majestuosidad inquietante una obra que destilaba un encanto macabro.

La obra, llamada "La Niña Sonriente", era una ventana al más oscuro y retorcido rincón del alma humana. Reflejaba la imagen aparentemente inocente de una pequeña infante, envuelta en vestidos desvaídos y de cabellos rebeldes, una criatura de apariencia frágil. Sin embargo, su sonrisa desquiciada, una raya grotesca que se extendía de punta a punta, transgredía el límite de lo conocido, traspasando el inocente aspecto hasta adentrarse en el más íntimo de los miedos que yacían en el corazón de quien se atreviera a contemplarla. Era como si el espíritu del mismísimo Pandora, liberador de calamidades, se hubiera infiltrado entre los trazos de aquel lienzo turbador y perturbador.

Madame Celestina, mujer de belleza enigmática y mirada avispada, se encontraba atrapada en el embrujo de la pintura. No pudo resistir el deseo que crecía en su interior como un vendaval, desatando una pasión exquisita e indomable. Para obtenerla, pagó un precio exorbitante, uno tan alto como el secreto y la oscuridad que latían en cada detalle de la obra. Con una reverencia ritualista, la colgó en la pared que presidía su alcoba, donde la luz pálida de la luna tímidamente podía acariciarla.

Pero fue entonces, cuando la oscuridad abrazó la mansión en un abrazo venenoso, que los secretos de la pintura se desvelaron. El reloj, como un cómplice silente, anunció la llegada de la medianoche y con ella, los velos que separaban lo real de lo sobrenatural comenzaron a desvanecerse.

Al caer la noche, cuando las sombras se alzaban como figuras espectrales y los ecos, clamor de almas perdidas, declinaban en susurros aterradores, la mansión de Celestina cobraba vida. La melodía del silencio se quebraba con una risa infantil, cargada de una malévola dulzura que embrujaba el aire. En ese momento preciso, una figura etérea, eternamente joven, emergía de entre los recovecos de la estancia, saliendo de las profundidades del cuadro para vagar por los pasillos.

Una niña pequeña, de cabellos oscuros que parecían enredados en la misma noche, y vestidos desgastados por el tiempo y la muerte, revoloteaba con una alegría tan inquietante como la de la pintura que la había traído a la vida. Sus risas se entrelazaban con el viento sutil y maldito, que parecía proceder de las profundidades del más allá, como un eco traído por una fuerza invisible y avasalladora. Sus pies, apenas visibles tras los remiendos de sus ropas andrajosas, rozaban con una ligereza sobrenatural el mármol del suelo, como si flotara en un compás desconocido por los vivos.

Madame Celestina, inmóvil y expectante, observaba desde la penumbra con sus ojos más allá de lo tangible. Su rostro, bañado por el resplandor lunar que se colaba por las rendijas de las cortinas, expresaba una mezcla turbia de fascinación y temor. La increíble presencia de aquella diminuta entidad suscitaba en ella emociones contradictorias, desprendiendo un palpable embrujo de la oscuridad que la envolvía y la seducía con una fuerza indomable.

La niña, ajena a la mirada fija de su dueña y prisionera, se adentraba cada vez más en los confines laberínticos de la mansión. Su risa, un eco retorcido que resonaba en los salones derruidos, los tapices olvidados y las habitaciones vacías, llenaba el espacio con notas discordantes y seductoras. Por un instante, sus ojos, oscuros como la noche infinita, parecían encontrarse con los de Celestina, y en ese fugaz instante, la madame se perdió en un abismo de misterio y fascinación, como si su alma se sumergiera en un océano prohibido de lujuria y horror.

Aquella escena, jugueteo macabro entre el arte y la realidad, perduraba durante la noche sin dejar rastro alguno a la luz heráldica del amanecer. Y así, madame Celestina, consumida por un vínculo turbio pero inquebrantable, quedaba atrapada en el encanto de la pintura maldita, observando cómo la risa de la niña continuaba corriendo por los rincones de su morada, dejando una estela de inquietud y curiosidad en cada esquina sombría. El destino de Celestina se volvió un pacto angustiante entre la cordura y la oscuridad, una danza macabra sin posibilidad de despertarse del hechizo en el que había caído. La mansión, una vez refugio de su soledad, se convirtió en una prisión, donde la presencia de la niña sonriente se volvió omnipresente, como un recordatorio constante de su sumisión al poder de la obra de arte.

Los días pasaban en un lento deslizamiento de la realidad, mientras la noche se transformaba en un escenario de pesadilla. Los visitantes que se aventuraban en la mansión, atraídos por la fama y el misterio que la rodeaba, se encontraban con una atmósfera asfixiante y una sensación de malestar indescriptible.

Las fotografías tomadas en los pasillos mostraban, en ocasiones, la fugaz imagen de la niña sonriente, como si intentara escapar de los confines de la pintura y deslizarse en el mundo tangible una vez más. Historias de susurros y risas infantiles resonaban entre los corredores, alimentando el rumor de una presencia sobrenatural.

Madame Celestina, cautiva de la fascinación y el espanto, cayó en una espiral de obsesión y locura. Cada vez más aislada del mundo exterior, su mirada se perdía en la pintura, buscando respuestas en los detalles de la sonrisa retorcida, en los ojos oscuros y en los rasgos infantiles que parecían ocultar un turbio secreto.

Sin embargo, la inquietud de la niña sonriente, más allá de su aparente inocencia y su encanto macabro, escondía una tragedia olvidada en los límites de la historia. Una criatura abandonada en la oscuridad, atrapada en un eterno juego de sonrisas y risas, como un destello de cordura en un mundo de pesadilla.

La mansión de Celestina, ahora abandonada y cubierta de polvo, se convirtió en un santuario de lo desconocido. Leyendas y mitos giraban en torno a aquel lugar siniestro, donde el tiempo parecía detenerse y los espectros del pasado se entrelazaban con la realidad.

La niña sonriente, en su eterna búsqueda de libertad y redención, se convirtió en un misterio vivo, cuya presencia atrajo a los más valientes y a los más temerarios. Algunos decían haberla visto, fugazmente, en los oscuros rincones de la mansión, una sombra inquieta que desafiaba los límites entre lo real y lo sobrenatural.

Y así, la historia de madame Celestina y la niña sonriente quedaron impresas en el tejido mismo de la mansión, eternamente entrelazadas en un baile de fascinación y horror. Un testimonio de la oscuridad que habita en el corazón humano y de los laberintos de la mente que pueden llevarnos a la locura o a la revelación más profunda.

Relatos De Una Antología-Los Cuentos Poema.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora