Cuando Spreen se fue de la isla el corazón de Roier se fue con él.
Sabía que había sido su culpa por ofrecer todo a alguien que no le pedía nada. Y constantemente se martirizaba pensando en que era el peor de los casos, porque sabía que él no le debía nada, que nunca pensó en devolverle ni un poquito de todo lo que echaba en el saco.
Roier lloraba más sabiendo que él nunca lo amó, que sólo disfrutaba tenerlo dispuesto a todo lo que le exigiera. Verlo arrastrarse por ahí, dejando un hilo para que no se perdiera, jalar un poco cuando sentía que no avanzaba, pero siempre manteniéndolo así, a distancia de brazo para que no se hiciera mayores ilusiones.
No se cansaba de eso.
Seguía convenciéndose de que algún día lo amaría, que un día escucharía sus llantos ahogados entre sus almohadas o que quizá, sólo quizá, podría darse cuenta de las ojeras que adornaban sus párpados.
Y eso nunca pasó, tanto se ignoró, que incluso cuando se fue a él lo tomó por sorpresa. Estaba esperando que el futuro no llegara, seguía esperanzado en que, a pesar de saber lo que pasaba, simplemente se le olvidara y abandonara esa loca idea de largarse lejos.
No, largarse sin él.
Spreen no tenía paciencia, por eso Roier se imaginaba que no iba a durar mucho tiempo entre las tierras. No era una persona especialmente interesada en la vida tranquila y cotidiana, tener rutinas insulsas le volaría la cabeza, si es que no encontraba un arma para hacerlo él mismo.
Roier era un romántico nato, dispuesto a dar y defender. Siempre con esa sonrisa que te dictaba apenas la veías que él podría estar enclaustrado en un lugar si lo que habitaba su pecho era el amor. Que ninguna pared, por más pequeña que fuera, podría limitarlo de convertir el espacio en un verdadero hogar.
Por eso sintió que las raíces se arrancaban cuando Spreen le dedicó esa última mirada.
Llevarse la impresión de sus ojos oscuros y burlescos mirándolo por última vez, sonriéndole con suficiencia por haber encontrado la manera de salir de ahí, de conseguir sus objetivos y no echar ancla, como Roier tanto le pedía.
Y pudo ir con él, pudo luchar contra todo pronóstico y acompañarlo en su camino, pero no se pudo mover, no pudo pensar en nada más que en ese par de piernas largas avanzando en la oscuridad hasta que no se escucharon hojas crujir bajo su paso.
Lo único que pensaba era en rezar, rezar por su buen camino, que fuera feliz, que encontrara algo que lo hiciera sentar cabeza y volver, volver con él o por él, lo que sea.
Deseaba tanto que se fuera más despacio, que le diera tiempo de procesar su ausencia, que siquiera pudiera recoger los pedazos rotos de su cuerpo que quedaron esparcidos en toda la isla, en sus lugares habituales, en el bosque que proclamó suyo y hoy no tenía inquilino.
Pero no lo hizo, lo golpeó sin anestesia, sin tener una colchoneta detrás que lo atrapara en lugar de sus brazos. Lo desprotegió, aunque era capaz de cuidarse a sí mismo, pero estaba tan acostumbrado a cuidar de los demás que sólo esperaba una pequeña parte de su atención para seguir respirando, para sentir que había alguien que lo procuraba.
Y se equivocó de persona, de objetivo. Pensó que con amor, calidez y paciencia él podría mirarlo de otra forma, no caer a sus pies, pero sí acompañarlo. Pensó que si seguía siendo entusiasta podría esperarlo años más, si al fin y al cabo se conocían de hace tanto, sólo faltaba un paso, uno pequeñito para que le demostrara que también lo amaba. Pero no lo hizo, tampoco lo haría después.
Por eso, meses después, no pensó en que alguien más pudiera encontrar un pedazo de su corazón, uno tan pequeño que no tenía forma, sólo sabía que valía tanto por la manera en que el sol proyectaba sus rayos a través del vidrio tintado de rojo. Rojo vibrante, rojo sangre, rojo que no podía encontrarse en nadie que no tuviera un corazón dulce y bueno.