[ XXV ]

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Mary Andrews tiene mejor reputación hoy de la que yo le estimé al conocerla. ¿Que si fui justo con una niña de apenas siete años? No, y debo reírme de mí para no sufrir de la humillación al haberme sentido atacado por una chiquilla que apenas cruzó palabras conmigo.

—¿Y estos? —Aquella fue su carta de presentación.

Sé que debí restarle importancia, pero apenas convivía con seres humanos, a los cuales casi no toleraba; uno en miniatura con el temperamento, según supe, de Richard Andrews (el padre de Simon), rebasaba mis límites.

Una niña de entrecejo fruncido, aferrada a su oso de felpa me hizo jurar que jamás tendría hijos.

Como si pudieras tenerlos, resoplé por dentro.

—Mary, ¿dónde está tu niñera? —Simon alejó a su hermana de nosotros, mas ella continuaba clavándonos una mirada disgustada.

—No sé. —Se encogió de hombros—. ¿Por qué volvió él? —Señaló a Michael. La electrizante sensación paralizadora debió recorrernos a todos.

—Deja de ser una maleducada o te encierro en tu habitación.

Ella no pareció inmutarse.

—Le diré a papá que lo trajiste y que me trataste mal.

Mordí mi lengua.

—Luke, cuida de ella un minuto... —Simon titubeó—. En la cocina, donde no la podamos ver, voy a buscar a su niñera.

Los ojos de la niña se abrieron de par en par anunciando que se avecinaría un berrinche, el cual no estaba dispuesto a soportar, pero Nolan se la llevó cargando antes de que el desastre se desatara y Simon lo siguió.

—Detesto a los niños —mascullé.

—No deberías —discrepó el único cuya opinión consideraba valiosa.

—¿Por qué? ¿Viste a ese pequeño engendro?

—Sí, a detalle, tanto como para decir que solo es el reflejo de lo que ve en casa.

—Simon no es así y vivió en la misma casa.

—Y deduzco que por eso no tiene una buena relación con su padre.

—¿Quieres tener hijos? —Nada podía responder respecto a lo anterior, pues supe que en cierta forma le daría la razón.

El brillo que de repente adquirió su semblante me lo dijo todo y aún cuando podía deprimirme la perspectiva de no poder darle lo que quería, él se decantó por una respuesta que me hizo quitarme un peso de encima.

—¿Es una especie de propuesta? —Movió sus cejas pícaramente.

—Podríamos intentarlo. —Olvidé dónde nos encontrábamos y lo jalé unos centímetros hacia mí del jersey.

—Acepto.

—¡Aleluya! —exclamó Simon desde alguna parte—. Gracias por hacerte cargo de ese monstruo.

Solté a Michael, no sin antes regalarle una sonrisa tonta que él correspondió.

Los alaridos de Mary, junto a la simpatía de su cuidadora que no perdía los estribos y la llenaba de palabras dulces por mucho que la pequeña pataleaba se fueron alejando, prueba de que se habían retirado a una parte lejana de la casa.

Mi amigo regresó por nosotros, conduciéndonos a la amplia sala donde veríamos la película; una que había sido acomodada para la ocasión, con palomitas, refrescos y pizza en la mesa de centro, además de las pesadas cortinas oscuras corridas para evitar el paso de la luz.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora