-Prólogo: El Despertar-

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Dos antorchas incandescentes marcaban la frontera entre la sombría oscuridad y el pequeño grupo. A la vanguardia, un joven de no más de 18 años parecía guiarlos. Sostenía un pequeño papiro donde anotaba el camino que recorrían, formando así un mapa rudimentario. A sus espaldas, dos robustos hombres con rasgos balardianos escoltaban a una musculosa mujer. Esta última lucía una brillante armadura, con un reluciente guantelete en su mano derecha. En la otra mano, sostenía una gruesa cuerda que, en su extremo opuesto, estaba atada al torso de un niño alante. El niño, de piel albina y aspecto demacrado, luchaba por arrastrarse y mantener el ritmo del convoy.

El frío se hacía visible en forma de gélido vapor, marcando el aliento helado de los viajeros. El monótono túnel de tierra se volvía a bifurcar en dos posibles caminos.

—Ahora, ¿por dónde? —exclamó Liandra.

El joven del frente se volvió hacia el maltrecho niño y, utilizando el lenguaje alante, le tradujo la pregunta de su líder. El niño contestó balbuceando algunas palabras antes de desplomarse exhausto sobre el empedrado suelo.

—Señora Liandra, con todo el respeto, el niño está demasiado débil para hablar. No he podido entender lo que ha dicho; creo que deberíamos darle algo de agua —sugirió el joven.

Liandra se encaró con el joven, exasperada.

—¿Cómo te atreves a decirme lo que debo hacer, mestizo? Tienes suerte de que tu dominio del idioma sea crucial en esta misión, o ya te habría cortado la lengua —respondió Liandra, con tono amenazante.

—Vamos, habla de una vez, ¡habla! —gritó Liandra mientras zarandeaba al niño, cuyo cuerpo estaba completamente inmóvil.

—¡Dorean! —exclamó Liandra, dirigiéndose a uno de los corpulentos soldados balardianos.

—Sí, mi señora —contestó Dorean.

—Dale toda el agua que te queda al prisionero alante —ordenó Liandra.

—Pero, señora... —comenzó a objetar el soldado, pero se calló al encontrarse con la mirada llena de furia de la capataz. —Enseguida, señora —corrigió Dorean, bajando la cabeza.

El musculoso soldado vació la poca agua que le quedaba en la boca del niño albino, quien despertó bruscamente, atragantado. Liandra tiró de la cuerda una vez más, y el niño señaló uno de los dos caminos con su tembloroso brazo.

El grupo prosiguió avanzando por el intrincado laberinto de pasadizos. El tiempo parecía pasar cada vez más lento. Liandra examinó una de las apizarradas rocas que se encontraba incrustada en la pared.

—Ya lo sabía, hemos pasado por aquí. Esta marca en la roca la hice hace horas. Maldito niñato, nos está haciendo caminar en círculos —exclamó Liandra con rabia en sus ojos —. Escúchame bien, mestizo —añadió, enfocándose en el guía—. Dile al niño que, por su propio bien y el de su familia, nos diga ahora mismo dónde se oculta la Cámara de los Cristales elélticos.

Liandra tiró de la cuerda con fuerza hasta tener al niño agarrado por sus propias manos, alzándolo bruscamente. El joven tradujo la amenaza, a lo que el niño contestó con una breve frase.

—Dice que nunca lo encontraremos, señora —informó el guía.

Liandra, sin soltar al niño, lo proyectó estrepitosamente contra la pared.

—Dinos, sucio alante, ¿dónde se encuentran los cristales? ¡Dinos dónde! —gritó Liandra, sacudiendo al niño contra la pared.

—Señora, si sigue así lo matará —intercedió un soldado.

ELELTIA: Academia De CanalizadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora