De no haberse encontrado con el cuerpo de un hombre debajo de Bower, YoonGi no habría llegado tarde a su cita con la Pitón. Pero dos pies descalzos y sucios se asomaban de debajo del viejo Crown Victoria de Nana. Un prudente vistazo reveló que pertenecían a un sin techo conocido únicamente por el apodo de Ratón, famoso en el barrio de Wicker Park por su falta de higiene y su afición al vino de garrafa. Cerca del pecho del hombre, que subía y bajaba al ritmo de sus húmedos ronquidos, había una botella de tapón de rosca. Tan importante era para él su cita con la Pitón, que consideró por un instante la posibilidad de sacar el coche haciendo una maniobra alrededor del cuerpo. Pero su plaza de aparcamiento tenía el espacio justo.
Había previsto un tiempo más que suficiente para vestirse y hacer el trayecto hasta el centro para su cita a las once de la mañana. Por desgracia, no hacía más que topar con obstáculos, empezando por el señor Bulnes, que lo abordó en la puerta del edificio y se negó a dejarlo marchar hasta espetarle todo lo que tenía que decirle. No obstante, el incidente con el vagabundo aún no constituía una emergencia. Sólo tenía que sacar a Ratón de debajo de Bower.
Le dio un suave puntapié en el tobillo y, al hacerlo, notó que la mezcla de jarabe de chocolate Hershey's y cola Elmer que había aplicado a una rozadura en la suela de sus sandalias de tiras favoritas no ocultaba el daño por completo.
—¿Ratón?
Le dio un golpe un poco más fuerte.—Ratón, despierta. Tienes que salir de ahí.
Nada. De no ser por sus ruidosos ronquidos, habría podido tratarse de un cadáver.
Lo sacudió con mayor vigor.
—No es por nada, ¿sabes?, pero éste es el día más importante de mi vida profesional. No me vendría mal un poco de cooperación.
Ratón no estaba por la labor.
Necesitaba un punto de apoyo. Apretando los dientes, se recogió cuidadosamente el pantalón del traje de seda crudo amarillo pálido que había comprado el día anterior en unas rebajas con un sesenta por ciento de descuento y se puso en cuclillas junto al parachoques.
—Si no sales ahora mismo, avisaré a la policía.
Ratón resopló.
YoonGi hincó los zapatos en el suelo y tiró de los mugrientos tobillos. Sintió en la nuca el latigazo del sol de la mañana. Ratón se dio la vuelta hasta que su hombro chocó con el bastidor. YoonGi volvió a tirar de él. Debajo de la chaqueta, la blusa sin mangas que había elegido para complementar los pendientes de lágrima de perla de Nana empezó a pegársele a la piel. Procuró no pensar en lo que le estaría ocurriendo a su pelo. No era el mejor día para quedarse sin gel fijador, y rogó para que el aerosol de máxima fijación Aqua Net que había encontrado bajo el lavabo fuese capaz de mantener a raya la rebelión de sus rizos rojos, una maldición permanente en su vida, sobre todo durante los húmedos veranos de Chicago.
Si no conseguía sacar a Ratón en cinco minutos, acabaría metido en un serio problema. Se dirigió hacia la puerta del conductor. Sus zapatos crujieron cuando volvió a inclinarse y miró la cara con la mandíbula suelta del vagabundo.
—Ratón, ¡levántate! ¡No puedes quedarte ahí!
Un ojo sucio se entreabrió sólo para volver a cerrarse.
—¡Escúchame! Si sales de ahí, te daré cinco dólares.
Ratón movió la boca y dejó escapar un ruido gutural junto con un hilo de saliva:
—-jamen... paz.
El olor hizo que a YoonGi le lagrimearan los ojos. «¿Por qué tuviste que elegir justamente hoy para perder el conocimiento debajo de mi coche? —pensó—. ¿No podrías haber elegido el coche de Bulnes?» El señor Bulnes estaba jubilado, vivía enfrente y dedicaba su tiempo a pergeñar nuevas maneras de hacerle la vida imposible.
Quedaba poco tiempo y empezó a dejarse llevar por el pánico.
—¿Quieres acostarte conmigo? Si sales, podríamos discutirlo.Más babas y ronquidos hediondos. Era un caso perdido. YoonGi se incorporó de un salto y corrió hacia su casa.
Diez minutos más tarde consiguió que saliera con el reclamo de una lata de cerveza abierta. YoonGi había tenido días mejores.
Cuando consiguió sacar a Bower del callejón, sólo tenía veintiún minutos para sortear el tráfico hasta el centro y encontrar aparcamiento. Tenía las piernas sucias, el pantalón arrugado y se había roto una uña al abrir la lata de cerveza. El medio kilo de más que desde la muerte de Nana había acumulado en su cuerpo de huesos pequeños ya no le parecía un verdadero problema.