Mi vida como empresario

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Procedo de una familia de clase media baja, completamente disfuncional debido a la falta de una figura paterna directa, pero eso nunca me hizo perder las ganas de salir adelante.

Aunque mis padres se separaron cuando yo ni siquiera tenía uso de razón, de alguna manera me las arreglé para aprender de ellos y también para darme cuenta de lo que no quería ser de adulto.

Siempre fui un niño tímido e incluso un poco solitario. Me considero sociable, pero me cuesta hacer amigos debido al miedo a diversas circunstancias. Lidiar con la gelatofobia ha sido un desafío complicado, pero a pesar de la soledad, siempre tuve personas con quien jugar. Me convertí en un adicto al fútbol y jugaba muy bien. Me encantaban los trompos, las canicas y era el mejor en las escondidas. Siempre tuve el deseo de destacar en lo que hacía. Desde niño, fui inculcado con la idea de tener mi propio negocio. Recuerdo que mi mamá lo repetía, mientras que mi papá, un comerciante exitoso y éxito del que nunca fui parte, me dejó varias enseñanzas.

Mi primer contacto con los negocios fue a los 8 años. Mi papá me pidió que lo ayudara en una de sus tiendas y que me pagaría. En esa época, cualquier dinero era como millones en mis manos. Trabajé, si mal no recuerdo, desde el día 17 hasta el 24 de diciembre, alrededor del año 1995. Todavía tengo en mi mente esas antiguas luces de Navidad con espigas que pinchaban y hacían daño en la mano. Mi papá consiguió varios cajones de ellas para que las vendiera frente a su negocio. Fue ahí donde perdí por primera vez la timidez y me dediqué a los negocios. Disfrutaba mucho, no sabía cuánto me pagarían, pero la sola acción de vender me emocionaba y me hacía sentir muy feliz. En ese momento, me dije a mí mismo: "Esto es lo que quiero hacer toda mi vida". Mientras que otros niños en las fiestas infantiles querían ser bomberos, doctores, policías o ingenieros, yo quería ser empresario.

Pero, ¿me sería fácil cumplir ese sueño? No conocía todas las dificultades que conllevaba, pero a los 8 años, solo soñaba con vender y vender. La gente se marchaba contenta, sonriendo al verme o comprándome por pena, quién sabe. Pero yo era feliz, y eso era lo que más me importaba. Tener dinero en la mano, dar vuelto o correr a buscar cambio, eso me llenaba de adrenalina. Esa adrenalina que todavía siento cuando hablo con algún cliente, cuando asesoro a alguien o cuando estoy en mi cama a las 4 a. m., pensando en cómo mejorar al día siguiente.

Debo admitir que nací para esto, soy bueno en lo que hago, aunque quizás haya algo de soberbia. A los 8 años, mi felicidad se desvaneció un 24 de diciembre, ya que no había necesidad de vender luces, ya que todos deberían tener sus árboles y nacimientos listos para la medianoche. No recuerdo cómo pasé la Navidad, pero sí recuerdo que me regalaron un panetón D'Onofrio y una patineta color naranja, que casi destrocé de inmediato. Me gustaban los negocios, pero seguía siendo un niño que destrozaba sus juguetes.

El 25 de diciembre, mi papá me pagó 50 soles, que en ese momento parecía mucho, pero con el paso de los años, no lo consideré justo. Ganaba menos de 10 soles al día. Ahí aprendí que la usura no es buena y que lo justo debe ser lo más equitativo para todos los que te rodean. Pero, con 8 años, ¿qué sabía yo de justicia? A pesar de mi corta edad, decidí invertir todo ese dinero en comprar regalos para toda mi familia. Compré lápiz labial para mi mamá, un salero para mi abuela y algo para mi padrastro. No recuerdo haberle dado algo a mi papá, no había motivo ni enojo, simplemente no sé por qué no lo recuerdo o, en el mejor de los casos, no lo hice.

No sé cuánto dinero me quedó, ni qué me llevó a comprar esas cosas. Debo suponer que algo en mí dijo: "Si das regalos, te prestarán más atención y te querrán más". Soy un hombre de negocios con mucha experiencia, pero trabajo mejor cuando me siento querido. Aunque, en ese momento, no sé si era lo que pensaba.

En algún momento después del 25 de diciembre, mi papá me pidió que fuera a ayudarlo el 30 y 31. No sabía cuál sería mi función, pero tenía la oportunidad de sentir esa adrenalina nuevamente, la misma que me había encantado. Cuando llegué, me asignaron la tarea de ordenar todo lo que los clientes dejaban, como si fuera un reponedor, pero de una manera menos directa. También era la persona encargada de la seguridad, aunque con 8 años, ¿Qué tipo de seguridad podía proporcionar? Me subía a una silla y vigilaba que nadie robara nada. Por suerte, nunca ocurrió nada malo, ya que no sabría cómo reaccionar. Otra tarea importante fue la de conseguir cambio. Cuando no había suficiente, salía a toda velocidad con la única misión de traer tantas monedas como fuera posible. No creo que haya recibido un pago económico, pero estoy seguro de que me dieron algo de ropa, lo cual me parecía más que suficiente. Sentía que estaba en mi elemento, pero lo que más me importó fue que, durante una de esas carreras espectaculares, mi papá me dijo una frase que ha resonado en mí durante toda mi vida: "Gracias, hijo, vales un Perú". Escuchar eso fue como ser ascendido a gerente o, al menos, eso significaba para mí en ese momento. ¿Quién se preocupaba si me daban dinero o no? Era útil, estaba encontrando mi camino en los negocios y era feliz.

Terminó la temporada de fin de año, y yo volví a mi vida infantil normal, esperando con ansias el verano para jugar con los chicos de la cuadra y con el temor de que llegue abril, el terrible inicio de clases.

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