Jeongguk llegó al campamento de Wind Lake poco antes de medianoche. En la oscuridad barrida por la lluvia, sólo brillaban el resplandor acuoso de las farolas victorianas de la zona comunitaria y la solitaria luz del porche del bed & breakfast. Sus limpiaparabrisas batían la luna frontal del Audi. Las cabañas se alzaban, sin calefacción, vacías y con los postigos echados para el resto de la temporada. Habían apagado hasta las amarillas lámparas portuarias enrejadas, a lo lejos. En un principio, pensó en coger un avión, pero con aquel tiempo de perros habían cerrado el pequeño aeropuerto, y Jeongguk no tuvo paciencia para esperar a que se reanudaran los vuelos. Hubiera debido hacerlo, porque la tormenta había alargado el viaje, que duraba ocho horas, a diez.
Había salido de Chicago con retraso. Le molestaba no llevar el anillo de compromiso de YoonGi en el bolsillo —quería darle algo tangible—, así que había vuelto con su coche a Wicker Park para recoger el Audi nuevo. Tal vez no pudiera ponérselo en el dedo, pero al menos le demostraría que iba en serio. Desgraciadamente, el deportivo no estaba pensado para alguien de uno ochenta, y al cabo de diez horas Jeongguk tenía las piernas contraídas, un calambre en el cuello y un dolor de cabeza mortal, que él había alimentado a base de café negro. En el asiento de atrás iban bailando diez globos de Disney. Los había visto atados juntos en la gasolinera donde paró a repostar, y los había comprado en un impulso. Dumbo y Cruella de Vil llevaban los últimos cien kilómetros golpeándole en la nuca.
A través del parabrisas anegado por la lluvia, distinguió una fila de mecedoras balanceándose en el porche de entrada. Aunque estuvieran cerradas las cabañas, SeokJin le había explicado que el bed & breakfast hacía negocio en esa temporada con los turistas que subían en busca del follaje de otoño, y los faros del Roadster descubrieron media docena de coches aparcados a un lado. Pero el Crown Vic de YoonGi no se contaba entre ellos.
El Audi dio una sacudida al pasar por un bache lleno de lluvia cuando Jeongguk giró por la calzada que corría paralela al oscuro lago. Se le pasó por la cabeza, y no era la primera vez, que viajar hasta los bosques del norte basándose en información facilitada a una niña de tres años por una mujer que le tenía una ojeriza descomunal podía no ser su jugada más inteligente, pero el caso era que lo había hecho.
Pisó el freno en cuanto sus faros alumbraron lo que hacía diez horas que rezaba por ver: el coche de YoonGi, aparcado frente a Lirios del campo. Notó la cabeza embriagada de alivio. Mientras detenía el coche detrás del Crown Vic, contempló a través de la lluvia la cabaña oscurecida, y combatió el impulso de despertar a YoonGi y aclarar las cosas. No estaría en condiciones de negociar su futuro hasta que hubiera dormido unas horas. El bed & breakfast estaba cerrado de noche, y no podía quedarse en el pueblo, puesto que YoonGi podría decidir marcharse antes de que él volviera. Sólo podía hacer una cosa...
Dio marcha atrás al Audi hasta bloquear el camino. Cuando tuvo la tranquilidad de que YoonGi no podría salir, apagó el motor, apartó al pato Donald de en medio y reclinó el asiento a tope. Pero a pesar de que estaba bastante exhausto, no concilio el sueño de inmediato. Demasiadas voces del pasado. Demasiados recordatorios de las mil maneras en que el amor le había pateado en los dientes... una y otra vez.💍
El frío despertó a YoonGi antes incluso que su despertador, que había puesto a las seis. La temperatura había descendido en picado durante la noche, y la manta con que se había arropado no lo protegía del rigor de la madrugada. Eli le había dicho que se quedara en las habitaciones privadas de los Tucker en el bed & breakfast, en vez de en una cabaña sin calefacción, pero YoonGi había buscado la soledad de Lirios del campo. Ahora lo lamentaba.
Hacía una semana que el agua caliente estaba cortada, y se salpicó la cara con la fría. Después de ayudar a servir el desayuno a los huéspedes, se regalaría con un largo remojón en la bañera de Eli. El día anterior se había prestado a echar una mano con el desayuno porque la chica que trabajaba normalmente en el turno de mañana había caído enferma. Una pequeña distracción que le vino muy bien.
Contempló el rostro de ojos cavernosos del espejo. Daba pena. Pero cada lágrima que había vertido aquí en el campamento era una lágrima que no tendría que verter cuando estuviera de vuelta en la ciudad. Aquél era su momento de duelo. No pretendía convertirse en un profesional de la infelicidad, pero tampoco iba a castigarse por haberse escondido. Se había enamorado de un hombre que era incapaz de corresponderle. Si un hombre no podía llorar por eso es que no tenía corazón.