PRÓLOGO

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No había ruido, no había caos, mucho menos una gota de sangre en su pulcra capa.

El viento soplaba, agitaba los cabellos de los presentes, resaltando unas hebras albinas y un inconfundible mechón rojo.

Era el primero de noviembre, y como todos los meses, aquel muchacho hacía acto de presencia en Snezhnaya. Los nuevos soldados yacían derrotados en menos tiempo del que tarda una hoja en caer de una rama.

—Se supone que son los encargados de reclutar a gente habilidosa, fuerte, determinada —dijo con una voz suave y rasposa mientras avanzaba hacia donde los Once yacían arrodillados ante él. Todos menos uno—. Solo tenían un trabajo mientras Kunikuzushi y yo íbamos a Mondstadt a investigar el meteoro.

—Ya te dije que no me llames así —gruñó el de cabello morado.

—Los quiero a todos en la junta con La Zarina —ordenó, avanzando dos pasos más sin bajar la mirada hacia sus subordinados—. Quien llegue tarde se las verá conmigo.

—Uy, yo quiero ver eso.

—Camina, Kunikuzushi.

—¡Bastardo, ya te dije que no me llames así!

Una vez que ambos se fueron, los Once finalmente pudieron respirar en paz. Las miradas se cruzaron, un silencioso entendimiento entre ellos: sabían que el próximo encuentro con La Zarina sería crucial.

El viento seguía soplando, y con él, un frío recordatorio de su misión y lealtad. Cada uno de ellos, a pesar de su rango y poder, sentía el peso de la expectativa sobre sus hombros.

Sí, siempre dicen que son once los heraldos, pero...

¿Por qué nadie habla del número cero? La sombra que se mueve entre ellos, siempre un paso por delante, siempre observando. El verdadero poder detrás del trono, el enigma que ni siquiera los Once se atreven a mencionar.

 El verdadero poder detrás del trono, el enigma que ni siquiera los Once se atreven a mencionar

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