Volver a Afganistán

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La ruidosa ciudad de Punta del Este es una de las ciudades más atractivas para el turismo en Uruguay. Sus playas, sus teatros y sus casinos la han convertido en uno de los principales destinos para que los argentinos puedan desconectarse de su vida cotidiana, de su trabajo y de sus problemas.

Enayat Amiri era recién llegado a la ciudad. Pero lejos de hacer turismo e ir a la playa todos los días, él había llegado junto a su familia desde el lejano Afganistán, escapando de la guerra que azotaba a su país. Los bombardeos y las persecuciones se habían hecho moneda corriente, a tal punto que se llevaron a su papá. Con mucho esfuerzo pudieron escapar con su madre y llegar luego de un largo viaje al Uruguay, país del cual siempre habían escuchado las mejores historias.

Enayat tenía diez años y junto a su madre habían llegado con el propósito de quedarse y empezar de cero, dejando atrás familiares, amigos, costumbres y tradiciones. A pesar del desafío que suponía adaptarse a una nueva cultura, deseaban conseguir libertad, cosa que durante tanto tiempo les había sido negada.

Enayat comenzó a estudiar en una escuela multicultural donde recibían alumnos de todas partes del mundo. Desde que llegó, sus compañeros intentaban molestarlo diciéndole cosas como "raro" o "el chico sin mar". Sin embargo, él no se inmutaba, parecía no importarle. Sólo esperaba la hora de salida y que su madre lo llevara a recorrer la ajetreada ciudad balnearia.

Un día de mucho calor, su madre y él decidieron disfrutar de una tarde plena en la playa. La playa y el mar eran cosas completamente nuevas para él. Le encantaban. No había cosa más reconfortante que caminar por la costa gozando de absoluta libertad sin nadie que los molestara o persiguiera. Todo transcurrió con tranquilidad para Enayat. Revolcarse en las olas lo hacía gritar de diversión y reír como nunca antes en su corta vida lo había hecho.

Al día siguiente Enayat fue al colegio. Cuando la profesora entró al salón, él fue el primero a quien dirigió su mirada.

-Enayat, ¿cuándo me vas a traer tus papeles legalizados en Uruguay? Por favor traemelos, de lo contrario, no vas a poder seguir viniendo.

Ante estas palabras, el niño se quedó inmóvil. No entendía nada. Para colmo de males, sus compañeros comenzaron a burlarse más de él en cuanto escucharon esto último. Cuando llegó la hora de irse y su madre llegó a buscarlo, Enayat tenía la cara larga como palo de escoba.

-¿Qué sucede, hijo?

-Mamá, la maestra me pidió que le lleve unos papeles. Me dijo que si no se los llevo no podré ir más al colegio.

Su madre sonrió y le dijo que se quedara tranquilo. -Tranquilo Enayat. Eso no es problema. Tengo todos los papeles para llevarlos a legalizar. Mañana vamos así los podés entregar- le comentó.

Ni bien asomó el sol a la mañana siguiente fueron a legalizar todo. Mientras caminaban, el Sol pegaba fuerte y algunas gotas de sudor se deslizaban por sus rostros. En ese momento avizoraron un atractivo bar, adonde no dudaron en entrar. Tenían calor y habían salido sin desayunar.

La gente colmaba los adentros y las afueras del lugar. Tanto así que tuvieron que esperar media hora para que una mesa se desocupara. Sus estómagos rugían del hambre. Cuando Enayat probó las deliciosas medialunas dulces debió hacer fuerza para que no se le caiga la saliva. Los dos devoraron como termitas y sus barrigas quedaron llenas.

Estaban conversando alegremente, gozando de ese momento de libertad plena. De repente, su madre gritó:

-¡Uy hijo! Tenemos que ir a legalizar tus papeles para el colegio.

-¡Nooo! ¡Cierto! -gritó el niño agarrándose la cabeza.

Rápidamente, pidieron la cuenta y se encaminaron a hacer el trámite.

Pero cuando la mamá revisó su cartera, se dio cuenta de que los papeles no estaban allí. Enayat se largó a llorar.

-¡Tranquilo! Seguramente los dejamos en casa y no nos dimos cuenta -lo calmó su madre.

Sin embargo, cuando llegaron a casa, los papeles no estaban allí. La desesperación se apoderó de ambos, en especial de Enayat, quien veía peligrar su permanencia no sólo en el colegio, sino también en Argentina.

Por la noche, Enayat lloraba y lloraba. No había forma de consolarlo.

Hijito, en la escuela te darán alguna solución.

-Me van a echar -dijo entre lágrimas.

Su mamá estaba preocupada. Sabía que no solo Enayat no seguiría en el colegio, sino que además iban a tener que volver a Afganistán.

Al día siguiente despertó hecho un manojo de nervios. Su cuerpo temblaba como un papel y lloraba como un bebé al que le arrebataron un caramelo. Debió esperar a que se le acabaran las lágrimas para poder entrar a la escuela. En el colegio se tomó varios vasos de agua antes de sentarse.

La profesora entró al aula. Lo primero que hizo cuando lo vio fue preguntarle si tenía los papeles necesarios. El niño negó con la cabeza mirando hacia el suelo a punto de llorar de nuevo. Pero antes de que la profesora termine de hablar, Enayat le pidió la palabra y se paró frente a ella y sus compañeros:

-Mi mamá y yo vinimos al Uruguay desesperados, en busca de una vida mejor. En mi país no podíamos vivir, nos perseguían, nos amenazaban, nos golpeaban, y un día terminaron con la vida de mi papá. No podíamos seguir así. Seguramente, si no nos escapábamos de ahí rápido, hoy yo no estaría acá parado frente a ustedes hablándoles. Tuvimos que dejar atrás todo. Culturas, amigos, nuestro idioma y muchas cosas más. Estoy enojado. Ayer íbamos a empezar los trámites necesarios, pero todos los papeles desaparecieron. No sabemos qué pasó. Sé que somos residentes ilegales y que mi mamá necesita un trabajo, pero no quiero volver a Afganistán, si vuelvo, estoy seguro de que me terminarán matando.

Apenas terminó su discurso, algunas lágrimas pidieron permiso para deslizarse por sus mejillas.

Todos sus compañeros se quedaron asombrados por lo que el chico contó. El salón se convirtió en un auditorio lleno de aplausos por parte de sus compañeros por todo lo que estaba viviendo el chico afgano. La profesora le dio un abrazo y después lo hicieron los demás chicos.

A la semana siguiente, Enayat fue a la escuela para despedirse de todos sus compañeros, no podía seguir allí. Ingresó llorando. Todos fueron a abrazarlo y darle aliento. De repente, la madre de Enayat apareció frente a él con una gran noticia: ¡había conseguido trabajo! No era el trabajo ideal, pero le permitía seguir viviendo en Uruguay y no tenía que volverse junto a su hijo.

El niño no lo podía creer. Gritaba y lloraba de la emoción. Arrodillado, abrazaba la pierna de su madre como si él fuera su oveja y ella su pastor.

Desde ese día, el extranjero se llevó muy bien con sus compañeros y nunca más le dijeron cosas feas. Al contrario, lo llevaban a la playa cada fin de semana.

Cuentos para niños (y no tan niños)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora