1 - El codiciado Choi Juwoong.

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El preciado Imperio De Jade era un lugar hermoso. Famoso por sus bellísimos paisajes, negocios prósperos y abundantes campos, éste era un lugar que atraía la mirada de muchos curiosos. Sin embargo no todo el imperio era tan próspero o tan. Cómo en todo lugar, había diversas castas y ocupaciones que creaban una gran brecha entre los habitantes. Existían los nobles y eruditos de ropas finas y modales pretenciosos, así como también existían los campesinos vestidos con harapos que no podían ni leer. Claro que, de ser vistos con atención, se encontraría que aquellos vestidos en trapos y ropa vieja eran mucho más ricos de corazón que aquellas rodeados por seda y oro.

Los campesinos eran muchos, pues los campos eran tan vastos que se requería una inmensa población para trabajarlos diariamente. Un campesino nacía, crecía, trabajaba, se reproducía y el ciclo volvía a empezar. Así lo veían ellos y así lo veía el resto del imperio. Para nadie tenían valor aquellos que trabajaban la tierra y proveían alimentos.

Bueno, para casi nadie.

—¡Choi Juwoong, vuelve aquí ahora mismo!

El joven Choi Juwoong salió corriendo tan pronto escuchó la voz de su abuela gritarle desde el interior de la panadería. Los pasos del muchacho se volvieron más rápidos cuando la voz de su abuelo se escuchó más cerca, lo que significó que estaba corriendo detrás suyo. Con un chillido asustado, Choi Juwoong aceleró sus pasos para huir de la ira de su cuidadora.

Nadie en la calle emitió un solo comentario al respecto. Ya todos estaban más que acostumbrados a esa rutina en la que Choi Juwoong se robaba dulces para darles a los huérfanos de la calle, su abuela lo descubría y luego lo perseguía por todo el pueblo con el rodillo de amasar en la mano. Nadie se molestó jamás en detenerlos o preguntarles por qué siempre hacían lo mismo cada día. La verdad es que la mayoría perdía las palabras cuando lograban ver a Choi Juwoong de cerca. Solo un vistazo era suficiente para adormecer los sentidos de cualquier persona. Al menos en ese pueblo.

Choi Juwoong era una joya en medio del barro.

No solo su corazón era grande y sus intenciones puras; Choi Juwoong poseía algo que lo hacía único, que lo hacía brillar entre todas las personas que habitaban su pueblo. Choi Juwoong era una belleza.

El joven había sido hermoso desde que nació. Aún siendo un bebé, nunca fue arrugado y rojizo como los demás. Desde pequeño tuvo una piel suave y delicada, blanca como la nieve . Sus ojos eran grandes y redondos, tan brillantes por su inocencia como por su amabilidad. Su nariz era tan diminuta que se veía como la de una muñeca, y además se cueva de la manera adorable hacía arriba. Sin importar el clima siempre había un rubor en la punta de su nariz y en sus pómulos, lo que creaba una dulce imagen. Su cabello, largo y sedoso como la seda, era de un color oscuro como la tinta y se movía en el aire como una hermosa cascada. Su cuerpo era bajo, delgado y poseía tan solo unas pocas curvas que lograban resaltar su belleza de manera perfecta.

Choi Juwoong era el tipo de belleza que solo se presentaba una vez en la vida. Nadie entendía cómo es que alguien tan hermoso podía haber nacido en un lugar tan horrendo. Un lugar que se esforzaba por apagar el brillo de su belleza, sin éxito.

No importa si tenía lodo o maleza o tierra encima. Choi Juwoong siempre se veía tan hermoso que podía robarle la respiración a cualquiera que pasara junto a él.

La madurez le sentó de maravilla. Al alcanzar la adultez, su belleza se volvió aún más extraordinaria que antes. Nadie era ajeno a los rumores que se esparcían sobre una belleza que vivía entre el fango y los campos como un simple plebeyo.

Nadie, ni siquiera el emperador.

Pero eso no es de lo que estábamos hablando.

Choi Juwoong llegó a las fronteras del pueblo y sin pensarlo se adentró en el bosque, riendo mientras los gritos de su abuelo se volvían cada vez más vagos. Ya después de unos minutos no pudo escucharla más. Aún así continuó corriendo con un destino particular en mente. Corrió hacia el este, hacía las praderas dónde no había campos ni tiendas perturbando el sonido de la naturaleza. Allí se acostó para disfrutar del sol y el viento. Descansó durante horas, riendo sin razón alguna. Era feliz con cosas muy sencillas, como la tierra bajo su cuerpo y el sol sobre su cabeza.

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