Prólogo

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El cuarto de baño estaba sumido en un gélido abrazo, como si el invierno hubiera decidido hacer su morada allí. Al adentrarse, el suelo helado le dio la bienvenida de manera implacable, enviando un escalofrío que se deslizó veloz como un relámpago por su piel, erizando cada centímetro al paso del tacto glacial.

Con una determinación férrea, Sindy se aferró con firmeza al lavabo, sintiendo la superficie fría bajo sus manos. Sin embargo, en ese preciso instante, una ola de debilidad y mareo amenazó con hacerla desfallecer. A pesar de esa embestida de fragilidad, sabía que había luchado incansablemente para llegar hasta ese lugar, y no estaba dispuesta a rendirse ahora.

Sindy apretó los dientes y cerró los ojos con fuerza, buscando sobrellevar la agonía que la embargaba. Uno, dos, tres... Contó mentalmente esperando que el dolor cediera en unos segundos. Siete, ocho, nueve...

Cuando finalmente abrió los ojos, se encontró frente al espejo. Sin embargo, no se reconoció de inmediato. Parpadeó varias veces hasta que su cerebro conectó los puntos y la realidad se hizo evidente: esa chica en el espejo era ella misma, Sindy. La reflexión mostraba una figura demacrada, con una palidez preocupante y ojeras profundas. Bajo su piel, se delineaban de forma prominente sus frágiles huesos: las clavículas, los hombros y cada una de sus costillas. El reflejo era desolador, y el impacto la abrumó con una oleada de dolor emocional que la dejó sin aliento.

El dolor persistente y conocido volvió a hacerse presente, rasgándola por dentro y dificultándole la respiración. El mismo dolor que había convivido con ella durante demasiado tiempo. Era una compañía constante, un recordatorio constante de su fragilidad y lucha interna. Por más que contara hasta diez, sabía que no desaparecería; este dolor era parte de ella, inseparable y omnipresente, una sombra que la perseguía día y noche.

Ella se percibía como un naufragio, una amalgama de errores en su papel de mujer y ser humano. Se sentía fragmentada, carente de valor, como un engranaje inservible en un mundo que parecía ajeno a su existencia. Cada aspecto de su vida carecía de sentido, y tenía la certeza de que nada podría recobrar su antigua esencia. "NADA" era la palabra que mejor describía su sentir, un abismo emocional en el que se hallaba atrapada.

Relajó los dedos de su mano y observó lo que escondía. La opción más cobarde era poner fin a su sufrimiento. Sabía que su decisión sería el castigo y la penitencia para Dylan y Rachel.

—Sindy, ¿qué haces tanto tiempo ahí dentro? ¿Estás bien? —dijo Dylan desde afuera, sin dejarla respirar. La estaba asfixiando.

No respondió

— Sindy, ¿te has caído? ¡contesta! —Insistió él, aporreando la puerta.

Ella sonrió con tristeza a la desconocida del espejo, sabiendo que sería la última vez que la vería. Por fin, se liberaría de ella misma. Cogió la cuchilla con las yemas de los dedos y respiró profundamente. El metal era suave y frío, como el suelo bajo sus pies. Extendió su antebrazo derecho sobre el lavabo para no manchar la perfecta decoración del cuarto de baño.

—¿Qué estás haciendo? ¡Contéstame! —Los golpes de Dylan sobre la madera se hicieron insoportables. Eran cada vez más fuertes, más violentos, siguiendo el mismo compás que marcaban los latidos de su corazón, como si fuera una canción. Sindy cerró los ojos, inspiró con fuerza y el dolor volvió, aguijoneándola, desgarrando su piel...

—Sindy, Sindy... ¡ABRE LA MALDITA PUERTA O LA TIRO! ¡SINDY NO ESTOY JUGANDO!

«Tengo frío. Mucho frío. Me congelo...». De repente, todo se volvió negro.

—¡¡¡NOOOOO, NOOOOO, NOOOOOOO!!! —gritó Dylan desesperadamente.

Sindy se despertó abruptamente, como si un rayo de electricidad hubiera recorrido su cuerpo. Su corazón latía con una ferocidad desbordante, y las lágrimas comenzaron a fluir como un río incontrolable que amenazaba con arrastrarla.

Quedó allí, en la penumbra de su habitación, sus pensamientos derramándose como gotas de lluvia en una tormenta interna. La desesperación la envolvió como una manta oscura y fría, se quedó pensativa por unos segundos. Ya no podía soportar el infierno en el que se encontraba, estaba en una prisión de su propia creación. Se sentía rota, desgarrada por las sombras de su pasado que la perseguían sin piedad.

Durante esos largos minutos, se sumió en un silencio profundo, como si el mundo entero se hubiera detenido para escuchar sus pensamientos. Sabía que necesitaba ayuda, pero la soledad la envolvía como una capa pesada y asfixiante. En ese momento, ni siquiera ella creía en sí misma. Se sentía como un rompecabezas desarmado, con piezas dispersas por todos lados, y no sabía si algún día podría reunirlas para volver a ser alguien completo.

Prohibido EnamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora