Parte 1- Eliza, la primera de todas

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De un árbol tan imponente como una colina se desprendió una semilla del tamaño de una nuez. Impulsada por el viento, la semilla viajó como si fuera guiada por una mano invisible.

El trayecto no duró mucho, apenas unos cuantos metros desde el árbol que la vio nacer, pero terminó en un pequeño riachuelo que la llevó lejos de su hogar. Sin embargo, no estaba sola; era solo la última en embarcarse en esa aventura. Cientos de semillas de variados tamaños y colores fluían por el agua, todas juntas rumbo a un destino incierto.

Pero pronto, el viaje llegó a su fin. Todas ellas se detuvieron sobre duras redes repletas de otras semillas. Las indefensas semillas, incapaces de elegir su camino, fueron recogidas por manos arrugadas y sin mucho tacto.

Empezaba así el relato de Eliza, la primera de todas las criadas de la mansión.

—Yo era apenas una niña en aquel entonces, pero sabía que algo no estaba bien, aunque no entendía por qué —expresó Eliza con pesar, apretando los puños sobre sus muslos.

—¿A qué te refieres? —preguntó, confundida por la narrativa.

—Esas semillas representaban los lamentos de una madre por la partida de sus hijas. Nosotros recolectábamos esos lamentos para venderlos —dijo, a punto de desmoronarse en lágrimas, pero manteniendo la compostura—. Yo también fui una de esas hijas, y por mis manos pasaron muchas hermanas, todas vendidas como yo...

Su labor había durado tanto tiempo que ya no podía pensar; se había vuelto ajena a sí misma. Aquello para ella no se trataba de un acto inmoral, sino de una obligación vital; siempre había sido una esclava.

Beatriz envolvió a su madre en un cálido abrazo, manteniéndola cerca hasta que su madre se calmó lo suficiente para continuar:

—Lo que ayudé a hacer no tiene perdón, soy un monstruo —comenzó a llorar sobre los brazos de su hija.

Beatriz se sintió mal por haber removido los dolorosos recuerdos del pasado de su madre, y comenzó a reflexionar sobre lo insignificantes que eran sus problemas amorosos en comparación con el terrible secreto que su madre había cargado sola durante tanto tiempo. Sin embargo, su curiosidad persistía, aún más fuerte que antes.

Siempre había sabido que ella no era su madre biológica, pero nunca había explorado en profundidad su pasado. A pesar de ello, su inmensa curiosidad y amor por su madre seguían intactos. Si bien había leído sobre cómo nacían y crecían las Fidonias, para ella, una madre no era quien la había traído al mundo, sino quien la había cuidado y amado con ternura.

Abrazó a su madre varios minutos, esperando que se calmara. Con cariño, acarició su espalda y se mantuvo en silencio.

—Soy una horrible hija y una mala madre —dijo finalmente, separándose de Beatriz. Luego continuó— Pero a pesar de todo, las quiero a cada una de ustedes como si fuera la gran madre Fidrona.

El imponente Fidrona, ese árbol mágico considerado la progenitora de todas las Fidonias, es el ser que libera las semillas de su especie cada década. Esta verdad se develó para Beatriz después de innumerables años de dedicada lectura. Finalmente, ella expresó:

—Y yo te quiero a ti también, mamá.

Ambas se volvieron a abrazar, pero no con tristeza, sino con muchísima ternura, disfrutando del cálido lazo entre madre e hija. Eliza continuó narrando la historia:

—Recuerdo a un joven que paseaba emocionado y curioso por la gran tienda de flores, donde yo trabajaba como cuidadora —dijo con una sonrisa evocadora—. Este hombre no paraba de hablar conmigo, sus ojos amarillos brillaban como el sol. Lo recuerdo como si fuera ayer.

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