Maletita

15 8 0
                                    

El regalo de su abuelo era un collar, el collar matrimonial. Un aro de oro macizo hecho con retazos de otros aros de los miembros adquiridos de su familia, lo cual resulto ser más escaso de lo que pudo esperar, el incesto y sus inconvenientes. También venía una cadena que se le podía poner al collar, casi como si estuviera hecho más para retener a una persona que como una promesa de amor eterno, larga y dorada. Esperaba nunca tener que usarla.

Volver a casa le resulto mucho más satisfactorio de lo que pudo predecir, hallo un placer casi orgásmico en ordenar a sus sirvientes que desempacaran las cosas y correr como un anima en pena en busca de su tan ansiado tesoro. Casa. Suponía que era algo común, de manual incluso para las personas enamoradas sentirse en casa cuando estaban cerca de la persona que amaban. Podría estar viviendo debajo de un puente o incluso a la intemperie y seguiría sintiéndolo como su hogar porque su pequeño estaba a su lado. 

Cuando llego a la casa de los Fierro Morales esperaba una cálida bienvenida, quizás incluso una fiesta, pero no había nadie. Observo con angustia todas las puertas cerradas, sino fuera por lo muebles viejos y los juguetes en la entrada habría pensando que se habían mudado, recordó que usualmente ese día iban a la iglesia y regreso pesadamente por donde sus joviales pasos habían ido en busca de su amado. Espero pacientemente hasta ya pasadas las tres de la tarde cuando finalmente un auto viejo se aparco frente a la casa, estuvo tentado a correr nuevamente, pero sabía que no podría disimular su deseo de fundir sus labios con los de su pequeño en un apasionado beso lleno de necesidad, por ello prefirió esperar un rato para calmar su emoción, observo pegado a la ventana de la amarilla casa como cada uno de los miembros de la peculiar familia de su amado ingresaban a su morada. Primero bajo Ada, Günther tuvo que parpadear unos segundos, estaba tan grande, la ultima vez que la vio era una bola de carne con ojos demasiado grande para su cachetón rostro, pero ahora parecía más proporcionada, incluso bonita. Luego bajo su suegra, se detuvo un momento frente al auto y extendió su mano para recibir a su tullido esposo, que se movía torpemente con ayuda de un bastón. El rubio miro la escena con algo de desconsuelo, le hubiera gustado que Owen quedase más invalido pero por lo menos tendría que usar un bastón el resto de su vida. Finalmente bajo del auto el aire que respiraba, los latidos de su corazón, la sangre que corría en sus venas y su más grande amor. Sonrió al ver que prácticamente no había crecido nada, seguía tan bajito como hacia un par de meses. Su pequeño caminaba con una lentitud deliberada por las calles de cemento agrietado y calurosas. El sol, en su apogeo, derramaba su luz dorada sobre el mundo, y las hondas negras de su cabello absorbían cada rayo, brillando con un resplandor casi celestial.

Estaba vestido con un traje elegante que parecía fuera de lugar en su joven figura, parecía un príncipe perdido en un reino de concreto y calor, un traje insulso que desentonaba por completo con la frescura de la juventud del muchacho. Sus ojos, de un azul tan profundo como el cielo de en el medio día, vagaban inquietos, observando todo y nada al mismo tiempo. Günther observaba desde la ventana bebiendo cada parte de su ser, cada pestaña, cada mueca y cada parpadeo que lo traía de regreso al cruel mundo. Suspiro sintiendo una pesadez instalarse en su pecho, sabiendo que aunque Aidan parecía estar allí, su mente estaba lejos, perdida entre las estrellas y navegando por las aguas nebulosas del universo. El sol seguía brillando, sus rayos jugando en el cabello de Aidan, como si cada hebra fuera una cuerda de un arpa celestial, tocada por los dedos de la luz. Y aunque su traje elegante parecía sofocante en el calor, su pequeño lo llevaba con una dignidad tranquila, como si cada puntada contara una historia de resistencia y esperanza. Pero entonces una nube oscura eclipso por completo la belleza de su pequeño. Katherina, tan confiada como una rosa opaco su sagrada vista, caminando petulantemente como una flor en medio de la insulsa hierba.

Los días siguientes a su regreso fueron como despertar de un sueño, los pocos momentos en los que estuvo a solas con su niño no pudo hacer todo lo que deseaba, por alguna razón su niño huía de él. Siempre creyó que Aidan fingía inocencia e incluso miedo en sus encuentros íntimos por vergüenza o incluso por seducción, quizás sabía que le gustaba esa parte de él, esa partecita dulce como un manjar que confiaba en todos y en todo, pero últimamente parecía genuinamente aterrado, aunque tras unos minutos actuaba como si nada hubiera pasado. Cuando se casarán se aseguraría de acabar con esa mala costumbre, lo tomaría de las manos y le explicaría que sentirse así no estaba mal, no debía fingir, al menos no con él.

Era De Noche (Novela Cristiana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora