𝐶𝑎𝑝𝑖́𝑡𝑢𝑙𝑜 𝑛𝑢𝑒𝑣𝑒: 𝐵𝑒𝑡𝑡𝑦

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"So this is me swallowin' my pride
Standin' in front of you sayin' I'm sorry for that night
And I go back to December all the time
It turns out freedom ain't nothin' but missin' you
Wishin' I'd realized what I had when you were mine"

Hay momentos en los que los sueños me consumen, parecen tan reales que pienso que estoy reviviendo la escena una vez más. Puedo escuchar claramente mi canción favorita sonando por los parlantes, puedo recordar el olor a alcohol, sudor y tabaco como si todavía estuvieran pegados a mi cuerpo.  Me veo a mí misma en ese instante, envuelta en mi vestido azul, sintiendo la suave tela danzar al ritmo de las ráfagas de viento.

Dicen que los momentos que te marcan se quedan grabados en tu mente como tatuajes, tinta negra imposible de abandonar. Ya sea un error que te persigue con furia o un acierto que te acompaña en el camino.

Ver a James y considerarlo como ese error, como esa ancla en mi pasado que me hunde, hace que mi niña de siete años, quien se sintió tan acompañada y agradecida por su ayuda con la bicicleta aquel día, desee esconderse en un rincón y nunca salir de allí. Ella jamás me creería si pudiera viajar al pasado y contarle todo lo que nos hizo vivir, para pedirle que se aleje de él.

—Buenos días—saluda, con su voz ronca de recién despertado.

No le contestó. Sé que es infantil y tonto de mi parte no hacerlo, pero me da igual.

Agarro el celular y abro el mensaje de texto de Taylor diciendo que salió a correr y que intentó despertarme pero, como dijo ella muy cariñosamente, "Soy una vaga que no hace ejercicio".

Ambos comenzamos a pasearnos por la reducida cocina mientras intentamos preparar nuestro desayuno. Al mismo tiempo, evitamos mirarnos y tocarnos, como si estuviéramos participando en una danza incómoda pero familiar. Sé que no tomará azúcar, así que esa zona está libre. Él sabe que tomaré la leche después, ya que primero lleno la taza con agua y solo le echo un chorrito de leche al té para cortar la amargura.

Cuando abro el cajón donde tendrían que estar los tés que mi madre guarda, me encuentro con sorpresa solo tazones, ollas y copas de vidrio.

—¿Qué? —suelto en voz alta, sin querer, rompiendo mi ley del silencio.

—Aquí—dice James, mientras abre la puertita al lado de la heladera, donde antes estaban todos esos cachivaches que encontré.

—Pero...

—Jim cambió de lugar las cosas cuando el cajón cedió, y las copas, vasos y tasas terminaron hechas trizas en el suelo. — Me tiende un saquito de té negro que le arrebato lentamente—. Le ayudé a reconstruir todo.

Una pulsada de culpa me golpea el corazón. Saber que él compartió muchos más momentos con mis padres que yo me revuelve el estómago.

—Te aviso, por las dudas, que la ducha del baño de abajo tiene rota la llave del agua caliente. No puedes encender el hogar porque la chimenea está tapada... ah, y la luz del pórtico está quemada —dice, inseguro, mientras sigue preparando su café amargo—. Le prometí a Jim y a Martha que lo arreglaría.

Veo cómo se encoge de hombros, como intentando restar importancia al buen gesto que tiene con mis padres. Solía hacerlo todo el tiempo: decir algo amable y luego algo cruel para contrarrestar o quitarse el mérito de las acciones buenas que realizaba. Sigue teniendo los mismos mecanismos de defensa que cuando éramos niños

—Bueno, gracias por avisarme—digo, huyendo de la cocina, solo con mi taza de té en la mano.

El jardín tiene ese aroma a humedad y tierra que te transporta a un cuento de hadas, haciéndote sentir como un duendecito. Busco mi libreta de bocetos, pero me doy cuenta de que no la he traído conmigo. Cierro los ojos un momento, impaciente y enojada. Cuando los vuelvo a abrir, tengo que parpadear varias veces para readaptarme a la luz. Entre las manchas negras y violetas, aparece James, dejándome la maldita libreta apoyada sobre la mesa.

𝘛𝘩𝘦 𝑡𝑟𝑎𝑔𝑖𝑐 𝘭𝘰𝘷𝘦 𝘴𝘵𝘰𝘳𝘺 𝘰𝘧 𝘉𝘦𝘵𝘵𝘺Donde viven las historias. Descúbrelo ahora