CAPITULO 3

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DANIELA.

Mi madre me mira desde el otro lado de la isleta de la cocina con los ojos como platos. —¿En serio han hecho eso?

—En serio. Y, además, es obligatorio. ¿Qué te parece?

La pregunta, en realidad, es retórica. Sé que todo el tema del calendario va a parecerle una tontería y por eso se lo he contado. No espero que intervenga, eso dejé de esperarlo hace mucho, pero al menos siento que no soy la única que piensa en lo absurdo de todo esto.

—Me imagino que tu padre estará feliz.

—Uy, sí, Andrea y él están radiantes fantaseando con lo bonita que va a ser esta Navidad.

—Esperemos que Andrea pueda controlarlo, aunque ya sabemos que cuando tu padre se pone efusivo...

Sonrío. La verdad es que es un alivio que mi madre y mi padre se lleven más o menos bien. Creo que tiene que ver el hecho de que están divorciados desde que yo nací, prácticamente. Me tuvieron con solo veinte años y los dos estuvieron de acuerdo en que no estaban hechos el uno para el otro. Ahora no son mejores amigos, pero sí son cordiales. Y mamá se entiende más o menos bien con Andrea.

Quiero decir, no le cae mal, pero no la entiende. Y eso es porque Andrea es igual de pasional, cariñosa y entrometida que mi padre. Tiene un concepto de la familia muy distinto al de mi madre. Eso, seguramente, sea porque ella es española y mi madre, estadounidense. Y se nota. Igual que se nota que mi padre es descendiente de colombianos. Pero eso no es todo. Antes solía pensar que sí, que era la única razón por la que son tan distintos, pero con el tiempo he aprendido a comprender que no todas las personas cumplen con los tópicos de sus países de origen.

Mi madre puede llegar a ser tan fría como un témpano de hielo y no es por el lugar en el que ha nacido, sino porque ella es así. Quizá haya tenido más que ver el modo en que la criaron. Lo que está claro es que es el polo opuesto de mi padre (y de Andrea). Así pues, me he criado en una casa en la que todo se vive con una intensidad desmedida y en otra en la que a veces me preguntaba si alguien, aparte de mí, tenía emociones.

Porque el marido de mi madre, aunque es agradable y educado, es un poco como ella. Bastante. El único que demuestra un poco más de ímpetu emocional es mi hermano, pero intuyo que eso está más relacionado con el hecho de que está en plena adolescencia.

—¿Dónde está Kevin? —pregunto al acordarme de él.

—Seguramente en su dormitorio. Lo ha convertido en una especie de santuario, ha colgado un cartel en la puerta y, al parecer, ahora tenemos la entrada prohibida.

—Intuyo que no estás de acuerdo con eso.

—No estoy de acuerdo con casi nada de lo que hace de un tiempo a esta parte, pero cada vez que intento dialogar con él, se cierra en banda. Es como un bloque de hormigón.

Por un instante, apenas un segundo, estoy a punto de decirle que así es exactamente como me he sentido yo con ella toda mi vida. Solo que, en vez de hormigón, yo habría dicho que ella es un bloque de hielo. Quiero a mi madre, pero no consigo librarme del halo de resentimiento que me envuelve cada vez que recuerdo que, en vez de custodia compartida, le cedió a mi padre la custodia y ella se limitó a verme un par de ratos a la semana y fines de semanas alternos porque «los niños no eran lo suyo». Cuando yo tenía once años, se quedó embarazada de Kevin y, aunque quiero a mi hermano, no puedo evitar pensar que, al final, a él sí lo ha tenido en casa todos los días.

Por otro lado, si me dieran a elegir entre vivir con mi padre y Andrea o con mi madre y Raul, respondería en una milésima de segundo que no pienso salir de casa de mi padre, pero eso no hace que se calme la niña de once años resentida que vive dentro de mí.

—La adolescencia es dura —murmuro mientras pienso en mis años de instituto y en el infierno personal que fue.

—Creo que es más caprichosa que dura. De verdad, me cuesta mucho hacer razonar a una persona que ha perdido la capacidad de comprensión.

No es una gran definición de la adolescencia, pero, de nuevo, me repito a mí misma que a mi madre no se le dio de maravilla ser mi madre, pese a quererme a su manera, y es evidente que no se le da de maravilla ser la madre de Kevin.

Justo en ese instante, mi hermano pequeño irrumpe en la cocina con su pelo rubio, su ceño fruncido y su cuerpo largo y esbelto.

—Eh, colega, hola.

Alza los ojos del suelo y se quita los auriculares que lleva puestos cuando me ve. Sonríe y siento de inmediato ese cariño innato y familiar por él. Pese a que su llegada me planteara muchos dilemas de tipo emocional, quiero a Kevin y mi resentimiento casi nunca ha estado dirigido hacia él.

—No dijiste que vendrías —me dice mientras me abraza.

—No, bueno, he pensado que estaría bien daros una sorpresa.

—La próxima vez intenta avisar, cielo. Estaba a punto de ir a clase de yoga. Un minuto más y no me habrías encontrado en casa.

No es un comentario malicioso. A eso es a lo que me refiero cuando digo que María Fernanda Soto no sabe cómo ser una buena madre. No ha prestado atención nunca y padece un egoísmo natural del que ni siquiera es consciente. Le cuesta mucho anteponer a otros a sus propias necesidades, aunque esos otros sean sus hijos. Y si en algún momento se lo he insinuado, siempre me ha saltado con una perorata inmensa de lo importante que es que una mujer sepa tener su propio espacio. Estoy de acuerdo con ella, de verdad, es solo que, con el tiempo, me he dado cuenta de que se ha aprovechado de esa idea para evadir casi todas sus responsabilidades.

—Estaba contándole a mamá la nueva locura del Hotel Garzón. ¿Quieres saberla?

Mi hermano no responde, pero se sienta junto a mí, así que sonrío y se lo cuento todo. Lo del calendario, las actividades obligatorias y que Lucía me tiene al borde del infarto con eso de subirlo todo a TikTok.

—¿Te lo puedes creer? —digo al terminar.

—A mí me mola la idea.

—¿En serio? ¿No se supone que tú, como adolescente, deberías estar en contra de todo eso?

—Bueno, creo que no estás siendo muy lista. —Que mi hermano de catorce años me suelte algo así me hace fruncir el ceño, pero él solo se ríe—. Tienes la oportunidad de competir contra Poché, entre otros, en lo que sea que os hagan hacer. Incluso puedes jugársela en alguna de esas actividades. Si fuera tú, ya estaría pensando maldades que me hicieran pasar un buen rato.

—Eres muy sádico para ser tan pequeño.

—No soy pequeño —bufa—. Y no es que sea sádico, es que sé bien que, cuando no puedes hacer nada para cambiar una situación, lo mejor que puedes hacer es buscar la manera de sacar provecho de ella.

Mira de reojo a nuestra madre, que está absorta en su teléfono, y algo me dice que es la medida que aplica en la convivencia con ella y con su padre. Frunzo los labios, porque vivir con mi padre, Andrea y mis hermanas pequeñas algunos días es una tortura debido al ruido, el caos y la intensidad, pero vivir aquí debe de ser como sentirse encerrado en el castillo de Frozen. Revuelvo el pelo de Kevin, beso su mejilla aunque proteste y le guiño un ojo sonriendo mientras bajo de mi taburete.

—¿Sabes qué? Creo que tienes razón, hermanito. No eres sádico, pero sí eres un chico muy muy listo.

La sonrisa orgullosa que me dedica hace que mi ánimo mejore de inmediato. Me marcho a casa después de despedirme de mi madre y empiezo a pensar en la mejor manera de afrontar el famoso calendario de actividades.

De pronto, tengo unas ganas inmensas de que llegue diciembre.











Vamos rapidito para que lo disfruten al máximo!

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Xoxo

Imperfectas Navidades | CACHÉDonde viven las historias. Descúbrelo ahora