Capítulo IV: Visitantes nocturnos (III)

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La luz de la mañana robó los sueños de Cayn, llevándoselos lejos, adonde quiera que vayan los sueños cuando sale el sol. La ladrona se colaba por el ventanuco con pereza y le bañaba el rostro con su leve calidez. El chico se estiró como un felino, parpadeó varias veces seguidas y se incorporó lentamente.

-Buenos días -lo recibió una voz cercana. Hasta entonces no había reparado en ello, pero Arskel estaba de espaldas a él, acuclillado frente a su arcón, trajinando con algo que él no conseguía ver.

-Hola otra vez -saludó Cayn. Se acercó al cubo de agua que descansaba encima del baúl rectangular de Adrian y se inclinó sobre él para lavarse la cara-. ¿Llevas mucho tiempo aquí? -preguntó mientras se secaba con una de las mangas del jubón.

Arskel volvió el rostro hacia él y sonrió, aparentemente entretenido. El muchacho rubio no entendió por qué. Se aplanó el pelo con una mano e hizo una rápida revisión de su aspecto, pero no encontró nada divertido.

-No, acababa de llegar cuando te has despertado.

-Ah, bueno. -Cayn se encogió de hombros, pero lo cierto era que se alegraba. No le emocionaba mucho la idea de tener a alguien pululando cerca de él mientras dormía y, aunque se sentía culpable por admitírselo a sí mismo, el príncipe le daba mala espina. Venga ya, se dijo. ¿Desde cuándo se había vuelto tan prejuicioso? Se merece una oportunidad... Al fin y al cabo, él mismo era el primero que se había preocupado por cómo lo tratarían los demás cuando se enteraran de que había sido un ladrón y de que robó a Eone. Si aun así sus compañeros le habían dado la bienvenida con los brazos abiertos desde el primer momento, ¿por qué con Arskel iba a ser diferente? Prefirió no atormentarse, así que cambió de tema-: ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar al sur?

-No sé... Depende de qué parte del sur hablemos, pero con los dragones cargando las provisiones y el resto de cosas que llevemos, y manteniendo un ritmo tranquilo, algo más de una semana. Eso dando por hecho que no haga mal tiempo.

-Entonces espero que no se nos venga encima una tormenta -dijo Cayn con una sonrisa mientras acababa de vestirse y arreglarse-. ¿Sabes si las chicas ya se han despertado?

-No estaban en su dormitorio cuando yo he llegado. Supongo que estarán desayunando.

Era cierto, como pudo comprobar Cayn al atravesar la habitación de sus compañeras para dirigirse al comedor, el cual estaba lleno de mesas rectangulares y alargadas en las que cabía por lo menos una docena de personas, y otras más pequeñas con espacio para apenas cuatro comensales. Sus amigos se habían sentado en una de estas últimas, y discutían algo cuando Cayn se unió a ellos tras coger un cuenco de gachas bañadas en leche. Solo Shedeldra, que parecía estar harta de la conversación, le miró y murmuró un saludo.

-Nos preguntaron si teníamos alguna idea, pero como no se nos ocurría nada lo suficientemente bueno, salieron con su plan de llevar el huevo con la familia de Sirat. No está tan mal, si lo piensas. -El joven pelirrojo se encogió de hombros.

Valkiria frunció los labios y se apoyó contra el respaldo de la silla, cruzando las piernas. No parecía nada contenta.

-¿Y no hay otra opción? -preguntó-. Nos llevará demasiado tiempo llegar al sur, y todo para nada. Bastaría con que fueran tres o cuatro personas, no dos brigadas enteras.

-Ya te he dicho que no... -resopló Adrian con tono cansino. Tenía la cabeza apoyada sobre la palma de una mano, y durante el tenso silencio que siguió a sus palabras, su codo se fue deslizando cada vez más sobre la superficie de la mesa, hasta el punto de llegar el borde de esta casi a su axila. De cuando en cuando volvía a enderezarse, solo para acabar poco después en la misma posición aburrida, como si su cuerpo estuviera hecho de alguna sustancia viscosa que no era capaz de mantenerse rígida y se iba resbalando sin poder hacer nada para impedirlo.

El ladrón de dragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora