Guaga de pan

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En un pequeño pueblo ecuatoriano, cada año, cuando llegaba el Día de los Difuntos, la panadería de Doña Rosa se convertía en el epicentro de la actividad. Doña Rosa era conocida por sus habilidades para hornear, pero lo que la destacaba era su creación especial: la guagua de pan.

Cada año, con esmero y dedicación, Doña Rosa amasaba la masa, dándole forma de pequeños bebés y niños. Les daba detalles delicados y los horneaba con cuidado. Su horno, lleno de guaguas de pan, llenaba la panadería con un aroma reconfortante.

La historia cuenta que estas guaguas de pan tenían un encanto especial. Se decía que, durante la noche del Día de los Difuntos, cobraban vida por un breve momento para honrar a los espíritus de los niños fallecidos. Era como si llevaran consigo el espíritu de la inocencia perdida.

Una vez, un joven llamado Juan, que había perdido a su hermanita María a una temprana edad, decidió pasar la noche en la panadería de Doña Rosa. En la oscuridad, entre el suave murmullo del viento y las sombras danzantes, las guaguas de pan comenzaron a moverse.

Juan, asombrado, vio cómo las pequeñas figurillas de masa se deslizaban por la panadería, guiadas por una luz tenue y dorada. Se acercaron a él, y pudo sentir una presencia cálida y familiar. María, en forma de guagua de pan, le sonrió.

Juntos, en esa noche mágica, compartieron risas y recuerdos. Las guaguas de pan, como portadoras de la esencia de los niños perdidos, consolaban a aquellos que aún lloraban su ausencia. Desde entonces, en el pueblo, la tradición de las guaguas de pan no solo era un tributo, sino un lazo especial entre los vivos y los seres queridos que ya no estaban.

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