Un anciano, un perro y un café

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Allí estaba sentado Juan, un hombre que, pese a su edad, todavía lucía rasgos de un jovenzuelo travieso y chico aventurero. Había colocado el bastón entre sus piernas y su boina inglesa en el lado derecho de aquella mesa de bar. En el centro había un cortado, un elixir al que no podía resistirse desde hacía años y para el que siempre buscaba un lugar idóneo para tomárselo, preferiblemente con el sol a la vista, para así disfrutar de la calma de San Román, la plaza de su pueblo. Al fin y al cabo, en la vida hay ciertos placeres que nos acompañan como si fueran parte de nuestra identidad; como un tatuaje al que, con el tiempo, se le va diluyendo su tinta azabache y al final solo quedan sus trazos arrugados, pero que aún así permanece para siempre.

No estaba encorvado, apenas tenía canas y vestía la sonrisa de infante; siempre se le distinguía por el armónico choque que nacía entre sus ojos azul cielo y su pelo negro como el carbón, aunque a su edad son las historietas que él cuenta sobre sí missmo lo que realmente engatusa al resto para esucharlo como si fuera un audiolibro. Puedes haber vivido en mil trincheras y subido cientos de montañas, pero nadie lo sabrá si no se lo expones de forma elegante y entretenida, y Juanito sabía, sin duda alguna, como hacerlo. Si bien es cierto que ya no lucía ese porte joven que solía encandilar a las niñas de la plaza cuando era un mozuelo, él sigue siendo el dueño de aquel lugar, de esa acogedora plaza y esa gente que lo ha visto crecer y convertirse en un abuelo entrañable con numerosas anécdotas que compartir.

Este señor era tan carismático que no tardabas un segundo en reconocer que, si tronaban las calles por el sonido de un motor viejo y carraspeante, podías saber a ciencia cierta que Juanito ya se había levantado y que se paseaba con su Peugeot 306 grisáceo al que aún exhibía como un bólido recién salido de fábrica. Eso sí, no le quitemos el mérito a esta labor. Eran las ocho y media exactas, ni una décima arriba o abajo, y todos se ponían en planta gracias a él. El tiempo había pasado, pero, de un modo u otro, él seguía siendo el mismo chico responsable que no faltaba a ni una clase, y todo el mundo podía verlo. Un niño que, cabe mencionar, al juguetear no lo hacía solo, sino que una criatura de patas cariñosas le acompañaba a cada zancada.

No había una vez que por la ventanilla del coche se asomaba el hocico de la bestia con la que Juanito se crió, un pastor alemán que le regalaron sus padres cuando apenas había acabado la licenciatura. Se sintió tan afortunado de aquel gesto que lo nombró tras el perro que su padre había tenido igualmente en su infancia: Marcos. Un nombre que algunos creen estar relacionado con la valentía y el deseo de abarcar cosas grandes, cualidades que a mi parecer se entrelazan bastante bien con los rasgos de nuestro querido Juan, pero volvamos a hablar de él y de su vida, pues seguro podéis aprender algo útil de esta humilde historia.

Cuando ya se cansaba de patrullar con su flamante coche francés, aparcaba, con una parsimonia digna de una monje, en el espacio que se le tenía reservado a los miembros de la peña de su equipo de fútbol . Porque sí, ser joven de espíritu también implicaba vivir cada momento al máximo y con toda la atención posible, incluyendo así, actos tan cotidianos como aparcar un coche. De todas formas, la gente lo respetaba, por su nobleza y otras virtudes que ya os he comentado; así que, sabía que la gente no lo fusilaría a gritos críticos por tardar un par de segundos más en girar un par de ruedas. Al terminar, salía con su perro, siempre de copiloto, y andaban juntos hasta el local en el que, como os he dicho, disfrutaba de un cortado al sol. A veces, se le sumaba al plan su amigo de la infancia, casi hermanos ya, llamado Jose, aunque, a decir verdad, todo el mundo le conocía por Josecito, haciendo referencia a las travesuras que hacía el dúo cuando eran chicos, "Josecito y Juanito", trayendo a colación, al mismo tiempo, las aventuras de los famosos Zipi y Zape.

En el resto de ocasiones se quedaba únicamente acompañado por la calidez del sol y su apacible amigo peludo. Eso era suficiente. Una rutina simple que se centraba en disfrutar del exquisito brebaje con sabor a hogar elaborado por la andaluza Catunambú, en ver a los transeúntes de la plaza hacer sus recados y conversar entre ellos, y en trasladar bellos pasajes de su memoria en forma de relatos a aquel que decidiera sentarse con Juan aquella mañana. San Román se llamaba ese lugar tan recóndito del mundo, pero que, simultáneamente, era tan especial para unos pocos capaces de amar las minucias de la vida, tal y como nuestro amigo Juan hacía. Allí hizo amigos, conoció a su actual mujer, paseó a su perro un centenar de veces y encontró un hogar. Con el tiempo su rostro, y especialmente su encanto, se hizo popular entre las paredes de aquella plaza y, conforme su perfil esbelto se iba empequeñeciendo, esta quedó bañada de su esencia de tal forma que ahora es inconcebible recrear en nuestra mente la imagen de esa peña futbolera sin Juanito, sus hábitos pueblerinos, su pillería infantil y su mirada inconformista ante ciertas facetas de la vida, por decir algunas cualidades.

Rincón de GonzaloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora