Desempolvando Memorias

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Tengo miedo. Si es una puta mierda decir esto, al menos para un hombre. Nosotros no deberíamos tener miedo, no deberíamos llorar ni tampoco demostrar debilidad. Eso me decía siempre mi madre después de pegarme, aunque también me lo dijo mi padre mientras se tragaba sus lágrimas. Los hombres no lloran, los hombres no sufren, los hombres no son sensibles. 

A veces me tiemblan las manos cuando estoy muy estresado. El otro día me tembló un ojo, en la ducha siento que se me cae cada vez más pelo. He pasado noches enteras sin dormir, aunque me acostumbré también a dormir cuatro horas. Sé que está mal, pero no puedo hacerlo más tiempo. De todas formas, siempre tengo la siesta del micro al regresar a casa. A veces me río de mí mismo, porque la falta de sueño hizo que parezca un personaje sacado del universo de Tim Burton: pelo largo, pálido, flaco, con ojeras y despeinado.

Mis sueños, aunque cortos, parecen reales. Las pesadillas se pueden sentir. No sueño con demonios ni infiernos. Las pesadillas de alguien que se convirtió en adulto suelen ser diferentes. Ojalá soñara con un fantasma o un demonio que amenaza con matarme. Tal vez lo retaría a que lo hiciera. De todas formas, la muerte tampoco es una de las preocupaciones de una persona mayor, o eso creo. Tal vez me preocupe por ella o la implore cuando tenga una edad avanzada y me encuentre cansado de esta vida de mierda.

Aun no alcanzo el tercer siglo y me llamo a mí mismo mayor, tal vez porque me hicieron comportar y pensar como uno desde que era muy pequeño. Tuve una infancia algo privilegiada pero complicada. El privilegio al que me refiero es que pude tener a mis dos padres. Alguna vez nos faltó un plato en la mesa, pero no me considero pobre, tal vez de clase media o media baja. Recuerdo que muchas de mis libertades fueron cortadas. Tenía que pedir permiso para salir al patio de mi casa, para jugar o, más aún, para utilizar mis juguetes. Era un ritual que consistía en pedir permiso, jugar, limpiar los juguetes y el piso donde me había sentado. Pero no era tan fácil. El beneficio al juego terminaba si en mis calificaciones asomaba algún número menor a cien. No tenía el derecho a equivocarme.

Cuantas veces perdí oportunidades para salir a jugar con amigos al parque, excursiones de escuela y de colegio. Aunque a quien engaño, amigos realmente tuve solamente tan pocos que podía contarlos con media mano. Nadie quiere ser amigo del niño nada genial que tiene las mejores calificaciones y al cual su madre lo tiene bien controlado. Recuerdo que cuando nació mi hermana fue un gran alivio. Al fin podía jugar con alguien, confiar en alguien, y más aún, compartíamos sangre. La quise muchísimo cuando nació y hasta ahora aún siento lo mismo, por desgracia ella llevó la misma crianza que yo.

Queriendo buscar un escape, me refugiaba en la escuela y el estudio. Era muy bueno para todo en general, pero destacaba más en matemáticas. Llegaba temprano a la escuela, con la tarea hecha, bien vestido y con unos zapatos relucientes que había sacado brillo la noche anterior. En el recreo, lo de siempre: los chicos a los que no les caía bien me quitaban algo, ya sea mi cuaderno, lápices y mochila, o simplemente me golpeaban y ya. No debería normalizar esto, pero con el tiempo te acostumbras a ese trato.

Hay más cosas que no quiero contar porque me duele recordar. Mi yo del pasado, el pequeño Henry Raven, era un niño que lloraba hasta por una hormiga. Tenía respeto por todos, no entendía qué era el mal. Incluso cuando me golpeaba pensaba en ellos, creía que tal vez se desahogaban porque también tenían problemas. Era un ser tan inocente que creía en todo el mundo, como cuando me pidieron prestado mi balón de fútbol pero me hicieron a un lado, no me dejaron jugar.

Hace poco tiempo hicimos un ejercicio en teatro. Sí, estoy en cursos de teatro. El ejercicio consistía en llevar una fruta, olerla, saborearla, sentir la textura y, con los ojos cerrados, decir cuál fue el primer recuerdo que se te vino a la mente. Por mi parte, yo escogí una manzana verde. Al tocarla, saborearla y sentir su textura, me vino a la mente un recuerdo viejo, de cuando tenía aproximadamente diez años.

El día de carnaval teníamos la costumbre de cocinar algo y los niños salíamos a jugar con agua junto a los vecinos del barrio. Yo tenía prohibido salir, pero ese día en especial mi madre no se encontraba y mi padre estaba trabajando. Sentí al fin algo de libertad, aunque sentía que los desobedecía de una manera muy grave y se darían cuenta de algún modo. No tenía muy buena relación con mis primos debido a que no podíamos congeniar a causa de que vivía prácticamente como un ermitaño, solo salía para ir a la escuela.

Mis primos me dijeron que les prestara los globos con agua que tenía llenos y mi balde de agua ya que consideraban que era muy pequeño y me querían ayudar. Se me hizo muy cortés de su parte. Casi al salir de casa me dijeron que olvidaron una mochila con más globos dentro y que fuera a traerlos. Corrí alegre porque nunca había sentido cariño de su parte, pero cuando me puse a correr escuché un sonido estruendoso. Habían cerrado la puerta, escuché cómo reían desde afuera, grité pero me ignoraron.

El cielo estaba gris, se oían truenos demasiado fuertes. Yo me quedé llorando sentado en la acera de mi patio, encerrado. Me habían cerrado con llave, intenté abrir la puerta de todas las formas pero no funcionaba. Abracé a mi perro, un dálmata, y me quedé con él ahí sentado. Fue cuando me dio hambre que entré a la cocina y busqué algo de comer. Lo único que encontré fue una manzana verde. Salí nuevamente a la acera y me quedé llorando, abrazado a mi perro, mientras comía la manzana. Ese fue el recuerdo que me trajo ese ejercicio del teatro. No fue un recuerdo bonito, fue un recuerdo de una de las veces que poco a poco mataron al niño inocente que sentía afecto por todo y por todos.

Pero regresemos al punto. Tengo miedo, miedo de no ser quien debería ser. Toda la vida me presionaron tanto por ser el mejor que ahora me siento una puta mierda cada vez que fracaso. Dicen que del fracaso se aprende, pero realmente nunca tuve tiempo para aprender. Todo me salía a la perfección, materias de escuela, colegio y universidad. Resalto un poco en la música, pero no puedo ser músico, el estudio me quita demasiado tiempo.

Podría abandonarlo todo, pero entonces todos los años invertidos en esto desde que aprendí a escribir serían un desperdicio y mi vida como tal no tendría un sentido que seguir. Quiero ser libre, quiero poder descansar todo un día sin que eso afecte a mi estilo de vida. Necesito salir a la calle y gritar: ¡Soy un ser humano! Necesito un abrazo, a alguien que pueda entender y no solo sea otro hipócrita de mierda queriendo sacar algún beneficio. Hace tiempo tuve una pareja que me mandó a la mierda a pesar de tener todo lo que deseaba. Mi grupo de amigos se alejó porque decían que los frenaba en mi desarrollo, aunque yo nunca les había mencionado nada.

Amigo, si es que así puedo llamarte, solo eres un lector, pero nadie me había entendido probablemente más que tú. Aunque seguramente piensas que soy un subnormal quejándose de una vida perfecta, no es así. Ahora mismo estoy con unas notas de cien puntos en el semestre de la universidad, mi banda está en formación, la gente me conoce. A mi ex novia seguro se la anda cogiendo alguien ya por ahí, no quiero saberlo. Mi familia no hace más que criticar mis errores, no escucho nunca una felicitación por los éxitos. Amigo, necesito ayuda.

Durante mucho tiempo estuve gritando eso internamente. Dejé el alcohol el día que vomité sangre, dejé el cigarrillo cuando tosí, sé que me hace mal, pero tal vez eso es lo que quería. Actualmente voy al gym, voy bien en mis materias y tengo nuevos amigos, pero realmente no sabes la diferencia entre estar solo y sentirse solo. Supongo que es un poco tarde, está lloviendo y yo escribo esto en mi laptop con el diez por ciento de mi batería.

En breve subiré a la silla que coloqué en la sala para dar un brinco que me llevara al cielo o al infierno en caso de que existan, aunque realmente solo quiero que se apague la luz. No, esta no es una carta de suicidio ni una despedida, es más bien la última vez que hablo conmigo o con cualquier persona que vaya a leer toda esta mierda que escribí. Sin más que decir, me despido. Feliz Navidad y también feliz cumpleaños para mí. Henry Raven te dice adiós.

Pensamientos, recuerdos y otras mierdasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora