Las calles estaban húmedas de las recientes lluvias. Allá donde la vista llegara los adoquines brillaban con la fina pureza del negro húmedo y las farolas de aceite que perlaban de luz las calles. Los carros de caballos salpicaban las aceras y provocaban las maldiciones de pobres e inoportunos hombres y mujeres de a pie que regresaban a casa tras sus jornadas. El negro predominaba en las calles: adoquines, carros, hombres y mujeres con sus largos abrigos de invierno, pues el frío mordía. Todo negro.
- Alex, te noto distraído últimamente. El trabajo no va bien, ¿verdad?
Gustav era un hombre perspicaz y, por suerte, también amable. <<Jamás me arrepentiría de haberme acercado a él en el colegio>>.
- Ya sabes: este caso sin resolver; este otro resuelto, pero sin dictaminar sentencia; escasez de pistas en la mayoría de ellos. Siento que debería descansar más, pero me carcome mantener un caso pendiente.
El hombre grueso y de barba entrecana rio sonoramente. Tenían la misma edad, pero él aparentaba diez años más, por lo menos, entre tanto whisky y puros.
- Muy propio de ti, Alex. No puedes aligerar la cabeza con tus casos sin terminar, pero sí que puedes permitirte vivir entre desorden, comida a medio comer y periódicos amontonados. ¡Quién pudiera hacerte casar!
- No creo que eso pueda suceder, Gustav – respondió Alex con mirada monótona-. No soy el mejor partido para ninguna mujer.
- Tonterías. Lo serías si te centraras un poco más en ordenar tu vida. Eres un hombre joven, delgado, con rasgos marcados, ¡y aun no te falta pelo aun en tus largos treinta y ocho! – Gustav hizo una breve pausa para reír sonoramente, como un eco en su panza- Cualquier mujer te daría gustosa una oportunidad, si no parecieras un lunático.
- Y luego dirían que paso demasiado tiempo trabajando, investigando, saliendo de bares con un aficionado a los pasteles…
Gustav hizo sonar los dedos con un chasquido.
- Tan solo vamos por el tercer tugurio, amigo. Aún ni siquiera se te han colorado las mejillas por el alcohol. Nos queda muuuucho viaje. Y muchas tapas por probar.
Unos cuantos pasos más adelante una mujer echaba una enorme rata de su portal. Eran tan grandes últimamente como gatos. El crecimiento de los suburbios, los sintecho y las chabolas que se construyen han sido como una bendición para las alimañas. Cuando un vagabundo muere, suelen ser más rápidas las ratas que los servicios de limpieza. Y eso es lo más terrorífico: su dieta ha escalado hasta nosotros.
Doblando la esquina donde la mujer repartía escobazos sin mucha habilidad al animal estaba la próxima taberna a la que irían. Delimitaba dónde comenzaban las calles más frecuentadas por mendigos y la zona de la ciudad donde las chabolas se adherían a los bloques de edificios como lapas famélicas. Las calles se estrechaban con cabañas de madera en las que dormían los sintecho como pequeñas comunidades, a veces siendo lo suficientemente grandes para una única persona. Formaban callejones y laberintos por sí mismas en las zonas más pobladas, pero poco más que una lámpara puntual y una andrajosa cama se podía encontrar dentro.
El olor se acentuaba conforme se acercaban a la taberna, tanto el de las tapas como el de la falta de higiene en el callejón de al lado. Carne picada, patatas asadas, y setas eran el manjar de los asalariados que las frecuentaban.
Se sentaron a la barra y rápidamente le sirvieron una cerveza y una tapa de picadillo a cada uno. El lugar estaba vagamente ocupado por personas discretas que buscaban, mayormente, un momento de tranquilidad fuera de sus hogares. La música era un manto de suavidad en el ambiente que envolvía el lugar.
- Aún no sabemos nada de la gente que ha desaparecido este último mes –rompió el silencio Alex-. Me preocupa no tener un solo hilo del que tirar. Desaparecen sin más, sin dejar siquiera un zapato olvidado, y nunca vuelven a aparecer –dio un sorbo a la cerveza y le preguntó a Gustav mientras, con un palillo, reunía picadillo para llevárselo a la boca-. ¿Qué harías tú?
Gustav se lo pensó un momento, aprovechando mucho más rápido su tapa.
- Creo que deberías centrarte en por qué no queda ninguna pista. ¿Tal vez? No lo sé, solo soy un honrado juguetero, ja, ja, ja. Pero me parece más extraño que no dejen ningún rastro a que desaparezcan. Hay desapariciones cada año, pero ¿sin una sola pista en meses? Eso es extraño.
Alex asintió, mordiéndose las uñas distraído.
- Quizá deberíamos empezar por inspeccionar a fondo y con lupa los lugares en los que, presuntamente, las personas desaparecen –dijo Alex-. Buscar algún símil entre los casos. No lo sé, estoy en una encrucijada.
- Deberías preocuparte menos por tu trabajo –le dijo Gustav entre trago y trago de cerveza-. Al fin y al cabo, si no hay solución, no la hay. No puedes volcar tu vida en algo que no tiene ninguna dirección que seguir.
- Pero es mi trabajo. Sin él no soy más que otro pobre desgraciado que se arruga poco a poco. No tengo la suerte de rodearme de personas y amigos como tú lo haces, Gustav.
El alzó un palillo repleto de picadillo, tanto que sus dedos apenas podían sostenerlo y, aun así, se machaban.
- Pero me tienes a mí –dijo, y se metió todo el contenido del palillo de una.
Alex sonrió. Tenía razón. Pese a todo, su amigo siempre había estado con él desde la escuela, por rato e introvertido que Alex fuera.
- ¿Y qué haría sin ti, mi horondo amigo?
Alex levantó la copa de cerveza, seguido por un Gustav con la boca repleta de comida y el palto vacío.
- Probablemente, convertirte en un pobre cínico que se lamenta bebiendo whisky solo –dijo, y brindaron con copas medio vacías.
Quedaron unos minutos haciendo cuenta de la buena comida (Gustav con un palto nuevo ya servido) y el resto de la cerveza. Tenía razón. De no ser por él, su vida sería mucho más gris en la jungla oscura y opaca que era esta ciudad. Los crímenes eran algo que formaba parte de su vida, pero no el motor que la impulsaba ni su razón de ser; momentos como el que vivía en ese instante eran algo mucho mejor.
- ¿Cómo va tu hija pequeña, por cierto? –le preguntó Alex, apurando el último trago de su cerveza.
- Oh, muy bien, amigo –respondió Gustav con un brillo de sorpresa-. Dese que se rompió la pierna ha estado mucho más tranquila, ya no le da por ser tan revoltosa. Quería acompañarnos hoy, pero le dije que no, que debía reposar un tiempo más aún para poder moverse más. Además, ya sabes lo curiosa que es y no querría tener que buscarla entre las chabolas de los sintecho… otra vez.
A Alex se le escapó una ligera risa.
- Ese día fue interesante. No son malos, esos sintecho. Fueron muy amables cuidando de ella y buscándonos para llevárnosla a casa aquella vez. Le contaron cuentos y le sacaron de los callejones más estrechos.
- Ciertamente se portaron bien – dijo, pidiendo rellenar la jarra-. Pero no quiero que ande husmeando en esos sitios, no vaya a encontrarse con uno no tan amable.
- Entiendo tu preocupación.
De pronto, Gustav se irguió y parecía empezar a sudar, como si hubiesen pegado un balazo. El barman le dejó la jarra de cerveza rellena con cara de extrañeza.
- ¿Te encuentras bien? – preguntó Alex.
- Creo que las tapas del bar de las camareras guapas me han sentado mal.
Comenzaba a agitarse, como dudando si salir corriendo o, por lo contrario, no mover un musculo.
- Hiciste una consumición, así que puedes usar el baño –dijo el camarero.
- ¡Gracias y perdón por el estropicio!
Y Gustav salió corriendo. El camarero puso los ojos en blanco y gruñía, sabiendo a lo que se refería.
Alex se quedó mirando su vaso. No pensaba en nada en particular, pero se quedaba ensimismado con facilidad. Pese a ser detective podía estar tan concentrado como distraído en cuestión de segundos. <<Puede que sea gracias a divagar de esta manera que aún me conserve cuerdo>>.
Un grito llegó a sus oídos. Apenas lo había escuchado, pero juraría que fue el grito de una mujer aterrada.
Esperó unos cuantos segundos, el silencio de vuelta. Concentrado de nuevo, olvidaba todo a su alrededor, al camarero, a la gente del lugar. Esperaba una nueva señal que reafirmara la anterior, demasiado débil.
Otro grito, aún más leve si cabe, pero suficiente. Provenía del callejón de al lado. Se levantó, indicando al camarero que iría a echar un vistazo fuera del bar y salió por la puerta con paso ligero pero cuidadoso.
Cuando dobló la esquina se encontró un montón de chabolas, todas cerradas y formando un callejón entre ellas. Investigó el callejón mientras se adentraba en el esperando encontrar algún signo de forcejeo, sangre o cualquier señal que alterase el lugar. No encontraba nada, de modo que se adentró un poco más, consciente de que pudieran no ser esos sintecho amables que ayudaron a la hija de Gustav.
Cuando hubo ahondado un poco más en el callejón se encontró una chabola de madera y restos de muebles con la puerta abierta, apenas el costado de un armario enchanchado a la madera, medio echada abajo. Había señales en la humedad del suelo y la madera de forcejeo. Quien fuera, debía de haberse revolcado en el suelo mojado y debatirse con alguien dentro de la chabola, porque la entrada, lo único mínimamente iluminado, se veía empapado por algo que se había arrastrado.
Alex dejó caer una pluma a unos cuantos pasos de la chabola, como medida para rastrearlo si, dios no quisiera, desaparecía. Fruto de la paranoia. Agarró una navaja en el bolso de su abrigo y se asomó a la chabola.
Estaba muy oscura. Daba con la pared de un bloque de pisos y se situaba entre otras dos cabañas maltrechas que, de tanta basura acumulada en sus paredes y techo, parecían a punto de hundirse. La lluvia remitía despacio y las gotas hacían un sonido relajante mientras se estrellaban contra los negros adoquines.
Alex entró con cuidado, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad para poder echar mano de una linterna, si la había, agarrando con fuerza la navaja escondida. Entre las sombras distinguió una figura. Entrecerró los ojos para verla mejor, pero no era suficiente. Se acercó dos pasos.
- ¿Eras tú quien gritaba? ¿Ha sucedido algo? –preguntó, pero no hubo respuesta.
Cuando un relámpago pintó el cielo pudo verlo con claridad. Era la figura de una persona, por llamarlo de alguna manera, con extremidades largas y delgadas provistas de cinco y seis dedos en las manos y con uñas largas y sucias en los pies. Tenía la piel tan blanca que parecía irreal, pero no se veían venas ni músculos a través de ella. Su cabeza era exageradamente grande y la mayor parte de ella la ocupaba la boca, que se ampliaba en una sonrisa terrible con dientes blancos y perfectos alrededor de unos labios carmesíes estirados. Sus ojos eran una espiral negra y purpura que, Alex hubiera jurado, se movían levemente. En lugar de pelo, un puñado de púas cortas lo coronaban. Jugaba ensimismado con un caballo de madera y un soldado de plomo, pero no emitía ruido alguno.
Un escalofrió terrible recorrió cada nervio de Alex. Su instinto le gritaba que huyera lo más rápido que pudiera, pero las piernas le pesaban como si las cubriera hormigón. Después del relámpago, seguido del trueno, el interior había quedado a oscuras de nuevo, de modo que apenas distinguía a la criatura, si bien podía ver que aun jugaba. Se debatió cuanto pudo contra sí mismo para salir corri4endo, y un nuevo relámpago llegó.
La criatura lo estaba mirando fijamente a los ojos.
Era como si la luz del relámpago se hubiera quedado pegada a las paredes de la chabola. De pronto todo pasaba despacio, en calma. No había nada de qué preocuparse. Todo estaría bien.
Por un segundo vio la boca de la criatura abrirse en un tamaño imposible.
Cuando Alex recobró sus sentidos se sentía paralizado y entumecido. Estaba entrando en alguna parte con los brazos y las piernas pegados al cuerpo y notaba cómo algo lo agarraba. Pudo echar la mirada atrás y vio un hueco a través del cual podía ver la entrada a la cabaña. Entonces lo entendió: la criatura se lo estaba tragando vivo.
Su sorpresa no fue por el pánico de ser devorado vivo, sino por no sentir terror alguno. Se sentía en paz, pero a la vez sentía como si algo se despegara de su interior. A su alrededor era como estar en un espacio de estrellas en espiral, círculos y círculos de una infinidad de colores, y sentía si cuerpo flotar sin resistencia alguna. Distinguió puntitos distribuidos por todas partes y, conforme se acercaba a ellos, los vio con total claridad.
Cientos de miles de cuerpos colgaban de una soga alrededor de sus cuellos y esta, a su vez, colgaba del aire. Hombres, mujeres, niños, ancianos. Incluso criaturas que aprecian sacadas de novelas de pesadilla y horror cósmico. Se acercó al lado de una de ellas y una soga se colocó alrededor de su cuello.
Aquello que se despegaba de él se desgarró de golpe, arrancado. Todo se tornó oscuro. Era incapaz de ver.
Se sentía pesado, incapaz y complaciente entre muchas otras sensaciones. Se notaba pequeño y húmedo. Lloró por vez primera, abriendo los pulmones tras su nacimiento. Y todo volvió a apagarse.
Ahora tenía ocho años… y lo recordaba todo. Era Alex Gran, detective, treinta y ocho años. O, más bien, lo fue. Hefner Krelsar, ocho años. Había vuelto a nacer. Y en su epifanía un ahogante terror lo inundó y gritó hasta que sus padres acudieron a su habitación y trataron de inmovilizarlo.
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Negro adoquín
HorrorEl polvo de las calles y la lluvia ocultan sonidos y huellas de pasos terribles que la gente no quiere descubrir.