Mis manos temblaban mientras sostenía al pequeño, al tercer hijo que el destino parecía negarnos. El susurro de las velas titilantes en la penumbra se mezclaba con el latido débil de su corazón, un latido que pronto dejaría de existir. Era una escena íntima y desgarradora, uno de esos momentos donde el tiempo parece congelarse y el aliento se vuelve frágil.
La habitación, adornada con ricos tapices y muebles opulentos, estaba poblada por la presencia expectante de damas de la corte y sirvientes, algunos preocupados y otros simplemente espectadores silenciosos. Entre el rumor del aire y los suspiros ahogados, mis oídos percibían el palpitar casi inaudible de aquel pequeño, como un susurro débil de vida luchando por mantenerse.
Mi mirada, enrojecida por el llanto contenido, recorría el rostro sin vida de aquel niño. Era el tercer intento fallido, el tercer sueño desvanecido, el tercer eco de mi fracaso ante el rey. Mis esfuerzos por mantenerlo con vida se tornaban inútiles, y mi corazón se partía en mil pedazos con cada latido que se debilitaba.
Entre el vaivén de emociones, sentimientos de impotencia y frustración chocaban contra la realidad implacable. Mis sirvientes se acercaban con gestos preocupados, tratando de ofrecer consuelo en sus miradas compasivas, aunque sabían que palabras no cambiarían el cruel destino que nos atormentaba. No todos en la corte compartían su compasión. Entre los murmullos ahogados y los gestos de indulgencia, sentía la pesada mirada de aquellos que veían en mi incapacidad un desliz imperdonable.
El rey, mi esposo, no estaba presente en esta hora sombría. Su ausencia era una herida más que se sumaba a mi dolor. Para él, este día significaba poco más que un motivo para partir hacia otro reino, en busca de tratados que solo llenarían su ego y arcas. Mi propósito era uno solo para él: proveerle herederos que cimentaran su legado y aseguraran su estirpe. Pero mi cuerpo había fallado una vez más en darle lo que ansiaba.
Esfuerzos desgastantes y plegarias silenciosas habían sido en vano. Aunque mi posición me obligaba a la sumisión y mi voz se desvanecía en los pasillos del palacio, la derrota en mi rostro era un secreto a voces que no alcanzaba a ocultar del todo. La sonrisa forzada, el gesto amable para el pueblo, todo era un acto meticulosamente ensayado para mantener la ilusión de una reina plena y satisfecha.
Mientras la corte murmuraba y las velas se consumían lentamente, el peso de mi fracaso se hundía en mi ser. En silencio, me despedí del pequeño, de aquel último intento que no lograría ver la luz. Y mientras mis lágrimas caían, algo en mí se quebraba aún más profundamente, sellando mi corazón en un dolor silencioso, un dolor que nadie más que yo parecía notar. Era un vacío abismal que amenazaba con tragarme entera, un abismo donde mis susurros de desesperación se perdían en la oscuridad.
La sangre impregnaba mi bata, una evidencia cruda de la lucha desesperada por la vida de mi hijo y parte de la mía. Sentía cada mirada clavada no en mí, sino en el pequeño cuerpo inerte que yacía en mis brazos. Las expectativas, las decepciones silenciosas y la presión por dar un heredero se entretejían en el aire pesado de la habitación.
El recuerdo de las palabras del rey resonaba en mi mente, un eco de su voz impetuosa y dominante. "Tu propósito es claro, no te atrevas a opinar sobre mí o el reino. Tu deber es proveer herederos, nada más." Sus palabras, afiladas como una daga, resonaban como una condena que había tenido que soportar desde el día de mi unión con él. La sumisión forzada, la opresión de mis pensamientos y emociones bajo el peso de sus expectativas habían marcado cada día de mi vida en el palacio.
Sin piedad la corte murmuraba, solicitando la presencia del rey, una sensación abrumadora de incomodidad me envolvía. Mis sirvientes se movían con sigilo, conscientes de mi necesidad de privacidad en este momento íntimo y desgarrador. Les pedí que me dejaran sola, que prepararan un baño frío.
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Posesión Dorada: El Rey Poseído
FantasyEn el próspero reino de Laiddae, gobernado por el rey Ezfet Sevyn, un matrimonio arreglado con la princesa Zaiavsob Dakaris termina en desdicha cuando, tras numerosos intentos fallidos, ella no logra dar un heredero al rey. Consumido por la decepció...