DOS

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Todavía era de noche cuando salí de casa la mañana siguiente. Una lluvia helada completaba el panorama del día desapacible. Nada más pisar la calle me puse a tiritar. El frío me mata. Mi padre dice que es por culpa de mi delgadez, no tengo grasas que me protejan de la intemperie. Lo cierto es que me paso los inviernos acobardada y escondida bajo las mantas y jerséis. Para colmo, mi padre se empeña en ahorrar energía y corta la calefacción cuando nos vamos a dormir. Hasta miedo me da levantarme por las mañanas.

-Un día de los que te gustan, ¿eh?

Ricardo me esperaba refugiado en el portal de la tienda de caramelos. Casi me asusta, en penumbra y con su rostro oscuro escondido bajo la capucha. Di un respingo.

-¿Eso es que te he asustado o que tiemblas de frío? -me preguntó.

-Un poco de cada. Me temo que nos vamos a empapar hasta el insti.

Recorrimos la escasa distancia en silencio, aún no nos habíamos despertado y la alegría no flotaba en el ambiente. Deduje que Ricardo tenía el día Cardo. Es como si tuviese una doble personalidad, como su propio nombre. Unos días es adorable, Rico, Rico. Pero otros, se encierra en sí mismo, gruñe y te mira como si fueses transparente; entonces es Cardo.
Llevamos juntos desde que llegamos al instituto. Los dos aterrizamos en el San Isidro con cara de asustados y solos, tremendamente solos. En mi caso, el problema es que no soy muy simpática ni muy guapa. No me resulta fácil hacer amigos. En el suyo, su timidez y esa personalidad llena de antítesis, lo hacían acreedor a una ración extra de soledad. Su color de piel, más próxima al negro que al blanco, no resultaba ningún inconveniente en nuestro instituto, donde hay muchos alumnos inmigrantes. Abundan los chinos, contra los que mi padre despotrica constantemente, pero también hay marroquíes y sudamericanos.
Desde el primer momento supimos que pertenecíamos a ese grupo, 1° D, no por casualidad sino para encontrarnos. No sé si conozco en toda su amplitud el significado de la palabra amistad, jamás he tenido otro amigo, solo sé lo que supone tener a Ricardo y que forme parte de tu vida como tus brazos o tus piernas. El resto de mis compañeros son únicamente eso, compañeros. No me llevo mal con casi nadie pero no es ni parecido. Además, tengo a mi hermana con quien me une una complicidad poco habitual entre hermanos que se llevan pocos años, y más a nuestra edad.
El año pasado Ricardo estuvo Cardo casi todo el curso y eso le costó repetir: ante mi desazón, él se quedó en cuarto y yo pasé a primero de bachillerato. En septiembre, cuando la evidencia de que repetía se nos impuso, Ricardo se asustó. Pensó que esa circunstancia nos separaría y me hizo una propuesta que yo no esperaba. Me pidió que fuésemos algo más que amigos con una osadía que podía haber resultado desastrosa. Mi sorpresa mayúscula se convirtió en perplejidad cuando escarbé en mis sentimientos y me di cuenta de que era eso mismo lo que llevaba esperando desde que nos encontramos en primero.
No se trataba de una relación al uso. Ese día de frío invernal podía haberme refugiado en su brazo para dejar de tiritar a lo largo de la calle Toledo, pero las muestras de afecto las medíamos con regla: escasas efusiones en público; por lo cual, casi nadie sabía que estábamos saliendo.
No obstante, hacíamos una pareja chocante: él alto y oscuro; yo, pequeña y blanca como el papel. Si unimos mi palidez al hecho de que prefiero la ropa de color negro, da como resultado un aspecto gótico involuntario. Nunca he buscado parecerlo, pero hasta las ojeras las llevo de serie. Mi madre no me anima mucho a este respecto, dice que parezco siniestra, que debería utilizar otros colores para vestirme y que no me vendría mal un poco de maquillaje. Las camisetas y los pantalones negros, en el fondo, no son más que un recurso para ir limpia en una casa en la que ahora no es fácil eliminar las manchas, ni las de ropa ni las de nuestros pensamientos.

Cuando llegamos al instituto nos despedimos poco efusivamente, ni siquiera quedamos para vernos en el recreo. Pensé que resultaba absurdo que me esperase en la puerta de mi casa si luego no iba a decir palabra en todo el camino, pero sabía que la presencia del otro muchas veces es suficiente para hacer más llevadero un trayecto que no nos gusta recorrer.
Los días plomizos parecen invadir con su oscuridad cada acontecimiento. Las clases se convierten en sesiones inacabadas de una película en blanco y negro y el reloj avanza a cámara lenta, regodeándose en minutos interminables. Cuando sono el timbre que anunciaba el recreo parecían haber transcurrido días, en lugar de tres horas. La lluvia, que hasta ese momento había caído con timidez, apreciaba dispuesta a recluirnos en los pasillos.
Salí al patio en busca de Ricardo, sabía dónde encontrarlo, los días lluviosos el claustro era un espectáculo que no había que perderse. Nuestro instituto es una auténtica reliquia histórica, en él estudiaron casi todos los hombres ilustres de Madrid desde el siglo XVII. Un lujo que solo los profes y poquísimos alumnos saben apreciar. El claustro barroco tiene unas gárgolas metálicas que vomitan agua los días de tormenta con una furia sobrecogedora. Algunos nos hemos dado cuenta y pasamos el recreo embobados escuchando el agua y mirando los torrentes deslizarse hasta el suelo.
En efecto, encontré a Ricardo sentado sobre la piedra granítica del claustro, con la mirada perdida y pinta de no haber modificado su estado de ánimo en toda la mañana. Su inseparable carpeta descansaba sobre sus rodillas.

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⏰ Última actualización: Jun 22, 2015 ⏰

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