Capítulo 75

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—No eres nada puro, pequeño Tyler, eres la misma mierda que yo. Puedes hacer las mismas atrocidades que yo. Recuerda: tú me enseñaste a ser así.

Y ella me enseñó a mí.

Ángel me abraza por detrás, me besa el cuello dejando que los escalofríos me relajen y poco a poco entrelaza sus dedos con los míos, ambos sosteniendo firmemente la navaja.

Y cada vez que me tiembla el pulso, recibo un beso y unas manos firmes guiando las mías.

Y cada vez que dudo, él me susurra palabras de afirmación en el oído.

Y cada vez que temo, tengo la certeza de que ya no estoy solo.

—No tenía a nadie, mamá —le digo con voz tranquila, mirándola a los ojos —, papá era un cerdo horrible, asqueroso y cuando murió pensé que seríamos felices. Ya no había nadie para dañarnos, ya no tenía que temerle y confíe en ti. —mi voz flaquea un segundo y al avanzar un paso me quedo congelado, mis manos y rodillas débiles, pero Ángel me sostiene contra su cuerpo y me besa la mejilla y avanza un paso, empujándome a seguir adelante. —Me sentía tan solo y tú siempre me habías protegido así que pensé... pensé que jamás serías capaz de hacer algo malo.

—¡No puedes hacer esto, no puedes, soy tu madre! —chilla ella, su voz estridente me daña los oídos y reculo un paso. Me volteo un poco, queriendo esconderme en el pecho de Ángel y huir de la situación.

—Ven, amor, no te preocupes —susurra él dulcemente en mi oído, antes de alejarse con una leve caricia.

Me quedo temblando en mi lugar, sollozando un poco mientras él se arrodilla ante mi madre y le tira el pelo para mantener su boca abierta y llenarla de nuevo con la tela ensalivada y sucia que había servido de mordaza. Hace un nudo nuevo, afirmándola hasta que las comisuras gotean sangre, y luego la arrastra el pelo hasta la columna de donde la cadena.

Ella se revuelve y lucha y de repente ya no parece un animal arrinconado listo para morder, solo un... gusano. Una cosa estúpida que se retuerce y poco más.

Ángel envuelve la cadena a su alrededor, dejándola atada a la columna de cemento. Me recuerda a aquellas brujas que eran quemadas en la hoguera siglos atrás, solo que aquí sí será una muerte justa.

Ángel vuelve conmigo y me abraza desde detrás justo como antes: su boca entre mi oído mi cuello, para dar besos y palabras de confort tan pronto como lo necesite, su pecho contra mi espalda, dándome seguridad cuando siento sus latidos calmados, y sus manos sobre las mías, no apresándolas, sino dándoles la firmeza que necesito.

Me acerco a ella, nos acercamos, paso a paso. Primero uno, luego otro... y entre nosotros la distancia parece eterna, cada paso no salva más que un milímetro insignificante, pero antes de que pueda darme cuenta estoy ahí. Delante de él, con el filo contra la sucia tela de su vestido.

Ella me mira a los ojos y yo la miro de vuelta mientras doy otro paso al frente.

Pensé que deslizar el cuchillo en ella sería como con el conejo al que maté. Tenía miedo de sentir la misma apatía por matar a un animal cualquiera que por asesinar a mi propia madre, a quien tanto he querido, a quien aún creo que quiero un poco, porque pese al recuerdo de su lengua y sus manos, todavía siento sus gritos cuando papá la golpeaba en vez de a mí y se me rompe el corazón.

Pero no es así, no siento frío, ni quietud. Cuando degollé al conejo mi corazón se volvió de piedra.

Hoy, ahora, late rápido. Furioso.

Ángel me sostiene por detrás, su cuerpo grande y duro afirma el mío, evita que caiga en este vacío vertiginoso que me retuerce el estómago. Me sostiene los brazos con los suyos, tan grandes, pero gentiles, fuertes guías de intenciones que son solo mías. Me besa el cuello, pequeños toques con sus labios, grandes descargas me recorren el cuerpo. El cuchillo se hunde con más facilidad de la que jamás pensé, como cortando mantequilla caliente. La fuerza de los brazos de Ángel ayuda a que mis manos temblorosas sientan que todo es fácil, oh, tan fácil... que la apuñaló más de una vez.

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