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Pov J


Monotonía y aislamiento: serían las dos palabras que mejor describirían lo que fue ese momento de mi vida. 

Cereal, cobijas, música, cereal, películas, llorar, dormir.

Todo mi apartamento me acordaba a mis papás y todo lo que había adentro, a L. Pero un secreto es que no me enojaba, resentía o molestaba, al contrario, me reconfortaba y me tranquilizaba. Mi soledad era menos soledad porque había elementos de las personas que más amaba. Y si me dolía como me dolía lo que había pasado, era porque los amaba como los amaba. Si estábamos lejos no era porque mi amor hubiera disminuido, sino porque estaba herido y había herido también. 

No quise hablar con nadie, y aunque puede verse como irresponsable, también falté a mis clases por una semana entera. Sabía que no estaba en condiciones ni aptitudes para desempeñarme como normalmente lo hacía. Porque los malestares emocionales (en mi caso un corazón roto y tristeza) pueden ser peores que los malestares físicos y tardan mucho más en sanar, y aunque el mundo no los reconozca como una excusa válida para necesitar incapacidad médica, yo sí. 

Apagué mi teléfono al primer día de aislamiento y pasaron uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho días más. 

El citófono dejó de sonar los primeros días cuando le dije al portero que yo lo llamaría cuando me sintiera mejor. Él aceptó, pero me dijo que subiría dos veces al día para verificar con sus propios ojos que todo estuviera bien. Su condición no me molestó, me hizo sentir protegida. Incluso empezó a volverse costumbre entregarle una tacita de café por las mañanas.

Cada día antes de subirse de nuevo al ascensor decía: "La niña estuvo aquí otra vez". Yo lo miraba triste, cerraba la puerta y me resbalaba en ella llorando. Me sentía culpable, pero sabía que si la dejaba subir, lo más probable era que se me olvidara lo que había hecho y me lanzara a besarla. Y eso no era sano ni para ella ni para mí. Porque si sí había sido ella la de la foto, y yo volvía a intentar repararla, su mente iba a considerar eso como aceptable, y meses o años después, cuando ella volviera a sentirse tan feliz y tan plena, su miedo volvería a controlarla y la llevaría a hacer algo peor.

Toda mi rutina cambió un día cuando iba por mi segundo plato de cereal a la cocina y sonó el citófono. Me asusté. L había ido cada uno de los días, y de todas formas, el portero había respetado mi regla. ¿Qué podía haberlo hecho llamar esta vez? Si quería otra taza de café, podría subir a decírmelo.

Dejé mi taza de leche con aritos de colores en la mesa y contesté.

—Señorita, discúlpeme, pero prefiero confirmar antes de seguir la regla... Su mamá está aquí abajo y quiere subir.

Me quedé muda.

—Discúlpeme... ¿Qué le digo? —dijo susurrando.

—Que suba... —respondí, casi sin voz.




Sí, si es contigo (Jenlisa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora