Parte única.

174 22 28
                                    

Un fuerte y helado viento se coló por el ventanal de la casa de Clorinde.

El frío se me metió hasta los huesos y logró desconcertarme lo suficiente como para abrir los ojos una vez más.

El gramófono del que antes salía alguna melodía clásica de jazz suave se había quedado inmóvil, sin reproducir un solo sonido.

Las calles de Fontaine también parecían sumidas bajo un silencio inmutable, que no llegaba a penetrar en el apartamento de Clorinde.

Por parte de ella, su respiración era el único sonido que destacaba en la sala.

Debajo de mí, en el sofá, sus pestañas no titubeaban en sus existir, inmóviles, una sobre la otra, perdidas en lo que parecía un sueño de los más plácidos.

Sus brazos, que antes habían sostenido mi espalda con seguridad, se habían deslizado hasta quedar ligeramente apoyados sobre mi cintura.

Sonreí ante la vista.

Los rasgos finos de Clorinde no eran lo único que me mantenía enganchada después de tantos años, pero, sin duda, eran un punto destacable. Pasar horas viéndola, haciendo recorridos imaginarios sobre sus poros, los pedazos de piel que se levantaban de sus labios resecos, cada bello en sus cejas que, ahora, carecían de su típica tensión y rectitud.

Clorinde era la mujer más bella de Fontaine y no era una idea que se me fuera a ir fácil de la cabeza.

Después de un tiempo que no noté pasar, el frío volvió a atacarme.

Sentí un cosquilleo en la punta de los dedos, que se sentían entumecidos por la temperatura.

Acaricié el pómulo de Clorinde con mi pulgar y comprobé que su cuerpo también estaba notablemente helado.

—Voy a buscar una manta —susurré, sabiendo bien que no era información que ella rescataría. 

Me levanté, dejando al cuerpo de Clorinde en el sofá, sin antes presionar su mejilla con mis labios de forma afectuosa.

Su apartamento era sencillo y aun así acogedor. Probablemente, tomando en cuenta su trabajo y fama (especialmente si disfrutara el ojo público, aunque sea un poco) podría tener una casa de múltiples habitaciones en las partes más ajetreadas y pintorescas de la Corte de Fontaine; sin embargo, parecía disfrutar de su vida allí.

Caminé por el pasillo que separaba la sala de estar del resto de cuartos.

El dormitorio de Clorinde, como todos los cuartos de la casa, tenía una puerta gris bien cuidada, con un pomo redondo y dorado.

La abrí y pasé al dormitorio con una total confianza.

Hasta el fondo del cuarto estaba la cama, pero me detuve en el armario que estaba inmediatamente a la izquierda.

Deduje, por obviedad, que allí encontraría al menos una manta delgada para taparnos hasta la siguiente mañana.

Abrí la puerta de uno de los cajones en la parte de arriba del mueble, pasando por alto la parte donde, posiblemente, encontraría varias pilas de camisas y blusas de vestir.

No me tomó por sorpresa no encontrar lo que buscaba a la primera, por supuesto, sin embargo, una caja de cartón se llevó mi mirada entre todas las cosas en el cajón.

“Navia”, decía.

Sonreí sin quererlo.

Tomé la caja, asumiendo que tenía algún tipo de derecho de ver el contenido o, simplemente, dejándome ganar por la curiosidad.

En lo primero que me fijé fue en las cosas que encontraban su lugar con fuerza, desorganizadas. Pulseras, flores que podía reconocer de las calles de Poisson ya marchitas, piedras y vidrios opacados que solíamos recoger en las orillas de Fontaine de niñas.

Cartas ; CloriviaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora