Me encontraba en Moscú en 1988, durante los últimos años de la Unión Soviética, a medida que el sistema caía en el abandono más mezquino, aunque en aquel momento nadie sabía lo poco que faltaba para que llegara a su fin. Durante la labor de investigación para mi doctorado sobre el impacto que había tenido la guerra soviética en Afganistán, me entrevisté con rusos que habían combatido en ese brutal conflicto. Siempre que tenía la oportunidad, me reunía con aquellos afgantsi cuando retornaban a casa y después volvía a visitarlos al cabo de un año para comprobar cómo se estaban adaptando a la vida civil. La mayoría regresaba en un estado vulnerable, conmocionados, enfurecidos, y los que podían contener las historias de terror y barbarie se mostraban irascibles o completamenteabstraídos. No obstante, al año siguiente, casi todos habían cumplido con lo que hace el ser humano en tales circunstancias: adaptarse, sobrellevarlo. Las pesadillas eran menos frecuentes, los recuerdos menos reales, tenían empleos y novias, ahorraban para comprar un coche o un piso, o para tomarse unas vacaciones. Pero también estaban los que no podían seguir con sus vidas o decidían no hacerlo. Algunos de estos jóvenes, por los daños colaterales de la guerra, se habían enganchado a la adrenalina, o simplemente no soportaban las convenciones y restricciones de la vida diaria.Vadim, por ejemplo, entró en la policía, pero no en un cuerpo policial cualquiera, sino que era un OMON, un miembro de los «boinas negras», la temida policía antidisturbios, quienes se convertirían en las tropas de asalto reaccionarias en los últimos intentos por evitar la disgregación del sistema soviético. Sasha se hizo bombero, lo más cercano a su vida de combatiente como soldado de las tropas de desembarco y asalto en la caballería aeromóvil. Su función era la de permanecer a la espera hasta que se diera la alarma.