Sinceramente, Olive estaba un poco indecisa con todo
aquel asunto de la escuela de posgrado.
No porque no le gustara la ciencia. (Sí le gustaba. Le
encantaba la ciencia. La ciencia era lo suyo.) Ni tampoco
por la carretada de evidentes señales de alarma. Era muy
consciente de que comprometerse con años de semanas
laborales de ochenta horas poco valoradas y mal pagadas
tal vez no fuese bueno para su salud mental. De que pasarse las noches trabajando hasta la extenuación frente a
un mechero Bunsen para descubrir un segmento de conocimiento trivial quizá no fuera la clave de la felicidad.
De que probablemente dedicarse en cuerpo y alma a las
actividades académicas, con solo algún que otro descanso
esporádico para robar unos bocadillos que alguien hubiera dejado desatendidos, no fuese una elección sabia.
Era muy consciente y, sin embargo, nada de todo
aquello la preocupaba. O tal vez sí, un poco, pero podía
sobrellevarlo. Era otra cosa lo que la refrenaba de entregarse sin reservas al círculo más notorio y amargavidas
del infierno (a saber, un programa de doctorado). La refrenaba, esto es, hasta que la invitaron a hacer una entrevista para el Departamento de Biología de Stanford y se
topó con El Tío.
El Tío cuyo nombre nunca llegó a saber.
El Tío al que conoció tras entrar dando trompicones,
a ciegas, en el primer baño que encontró.
El Tío que le preguntó:
-Por curiosidad, ¿hay alguna razón concreta para que
estés llorando en mi baño?
Olive soltó un chillido. Intentó abrir los ojos a pesar
de las lágrimas y lo consiguió a duras penas. Todo su
campo de visión estaba desenfocado. Lo único que distinguía era una silueta acuosa: alguien alto, de pelo oscuro, vestido de negro y... ya. Nada más.
-Pues... ¿no es el baño de mujeres? -tartamudeó.
Nada. Silencio. Y luego:
-No.
La voz de El Tío era profunda. Muy profunda. Realmente profunda. Profunda como un sueño.
-¿Estás seguro?
-Sí.
-¿De verdad?
-Bastante, teniendo en cuenta que este es el baño de
mi laboratorio.
Vale. Ahí la había pillado.
-Lo siento mucho. ¿Tienes que...?
Señaló hacia el urinario, o hacia donde creía que estaban los urinarios. Le escocían los ojos, incluso manteniéndolos cerrados, y tenía que apretarlos con fuerza para
aliviar el picor. Intentó enjugarse las mejillas con la manga, pero la tela de su vestido era barata y demasiado fina,i la mitad de absorbente que el algodón de verdad. ¡Ah,
las alegrías de la pobreza!
-Solo tengo que tirar este reactivo por el desagüe
-contestó él, pero Olive no lo oyó moverse. Quizá porque
ella le estuviera bloqueando el lavabo. O tal vez porque El
Tío la hubiera tomado por un bicho raro y estuviese contemplando la posibilidad de echarle encima a la policía del
campus. Eso pondría un final despiadadamente abrupto a
sus sueños de doctorarse, ¿no?-. No lo utilizamos como
baño, solo para tirar los residuos y lavar los utensilios.
-Vaya, perdón. Pensé...
Sin atinar. Había pensado sin atinar, como era su costumbre y maldición.
-¿Estás bien?
Debía de ser muy alto. Su voz le llegaba como de tres
metros más arriba.
-Claro. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque estás llorando. En mi baño.
-Ah, no estoy llorando. Bueno, un poco sí, pero solo
son las lágrimas, ya me entiendes.
-No, no te entiendo.
Olive suspiró y se dejó caer contra la pared de azulejos.
-Son las lentillas. Caducaron hace un tiempo, y tampoco es que antes fueran de muy buena calidad. Me han
destrozado los ojos. Me las he quitado, pero... -Se encogió de hombros. Con un poco de suerte, mirando hacia donde se encontraba El Tío-. Tardan un rato en
mejorar.
-¿Te has puesto unas lentillas caducadas?
Parecía personalmente ofendido.