1 de julio - OLAYA

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OLAYA


La señora Emilia me ha dicho que donaron todos los libros que dejamos a la biblioteca del colegio, así que durante años tuve «La ardilla hacendosa» al alcance de mi mano y nunca fui a por ella. Aunque también es verdad que en todos estos años no había tenido intención de releerlo y, hasta esta mañana, ni me acordaba de su existencia, así que no entiendo porqué estoy tan triste.

El abrazo de Cayetano me reconforta un poco y le explico lo sucedido, la conversación y el cómo me siento. Él me escucha, me aprieta contra su brazo y no se ríe hasta que acabo, cuando me sacude el pelo y comenta a media voz: eres una dramática.

Me quejaría si no fuera porque pienso que tiene razón.

Pasamos media mañana en el sofá, mirando el móvil y enseñándonos vídeos, jugando a juegos estúpidos, escuchando música... Mientras suena Ed Sheeran y la canción del verano, Cayetano se acuerda de Sara y pone cara de frustración. No me dice nada pero sé que se trata de ella porque los ojos le hacen agua.

Odio verlo así.

—Vamos a hacer una cosa —digo de repente, Cayetano se sorprende y da un respingo—. Esta noche buscamos de nuevo a los amigos de Sara y salimos con ellos. Y mañana también. Y todos los días.

Cayetano resopla.

—Si te haces amigo de sus amigos, le hablarán bien de ti y tendrás más posibilidades de salir con ella.

—Eso será si algún día deja de verme como un pringado.

Sé que es casi imposible hacer que otra persona cambie de parecer una vez te ha juzgado, sobre todo cuando ha pasado tiempo, pero quiero creer que esta vez será posible, que Sara se fijará en Cayetano y serán felices juntos. Quiero que Cayetano sea feliz.

Nos quedamos un buen rato en silencio, cada uno en su mundo, con su móvil, a sus cosas. Yo acabo mirando por el enorme ventanal imaginando otra vez a la sirenita y su corte, preguntándome cómo habría sido su vida si se hubiera enamorado de un tritón, si hubieran salido juntos de aventuras por el fondo marino.

Ese tritón se parece a Cayetano, pero está más feliz que él en estos momentos, que mira su pantalla con aburrimiento mientras reprime un bostezo.

—¿Y si vamos a buscarlos ahora? —propongo de repente.

—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunta Cayetano frunciendo las cejas—. ¿Tan bien te lo pasaste anoche que quieres volver corriendo?

—¡Lo estoy diciendo por ti!

—¡Pues no hace falta! —exclama y hace un aspaviento tan fuerte que el móvil se le escapa de las manos y sale despedido contra el ventanal, rebota en el marco y cae dentro de la nave por poco.

Ambos hemos mantenido la respiración al ver el espectáculo, un poco más y se cae al mar. Nos damos cuenta entonces de lo enganchados que estamos e intercambiamos una mirada.

Antes no éramos así. No me refiero a hace diez años siquiera, sino a hace cinco, cuando no teníamos móviles y lo máximo eran unas tablets que nos dejaban nuestros padres «siempre que no la saquéis de casa».

Me pregunto si los amigos de Sara estarán tan enganchados como nosotros, ayer sólo necesitaron una baraja de cartas y un palo para divertirse.

—Igual no es tan mala idea. —Cayetano se ha levantado para recuperar su teléfono y está examinando la pantalla en busca de roces y grietas—. ¿Sabes dónde pueden estar?

Abro una de las redes sociales para cotillearles los perfiles pero no nos seguimos y es complicado encontrarles, al final doy con una de las chicas gracias a buscar el hastag de Alondra del Mar. Ha subido una foto hace 30 minutos, en la playa. Puede que sea de hoy, puede que sea de hace tiempo, pero como es el único rastro que tenemos debemos seguirlo.

—¡Corre! —grito levantándome.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora