1 de julio - CAYETANO

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CAYETANO


Olaya me cuenta mientras bajamos las escaleras a toda velocidad que están en la playa y no puedo evitar que el corazón me dé un salto al acordarme de Sara en bikini. Bueno, el corazón.

Subo tras Olaya en la moto y me dice: espero que eso sea el móvil.

Es el móvil.

No sé si me cree.

Nos ponemos los cascos otra vez y arranca la moto, la escucho maldecir y me dice que apenas le queda gasolina. Acelera y en menos de dos minutos estamos en la playa, aunque desde el paseo marítimo no vemos al grupo. Nos detemos a un lado de la travesía y observamos desde allí, incluso me bajo del vehículo para fijarme mejor.

Hay niños bañándose y bastantes turistas quemados, el chiringuito está lleno de chicas jóvenes con bandas de colores (han venido al hotel a una despedida de soltera) pero ni Sara ni sus amigas.

Olaya farfulla algo y vuelve a maldecir. Se está volviendo una maleducada. Pone la moto en marcha otra vez y me apresuro a subir tras ella, no le pregunto dónde vamos porque no creo que pueda oírme. Se ha levantado mucho viento, las olas crecen en el mar.

Aún así enseguida salgo de dudas, se detiene en la gasolinera que hay en la entrada del pueblo, frente al Club Náutico, y mientras se quita el casco para rellenar el depósito me ordena que me acerque hasta allí para ver si están.

—¿Estás loca? —le digo—. ¿Cómo me voy a presentar allí con estas pintas?

No es que para entrar en el Club se necesite ir hecho un pincel pero tampoco es plan de aparecer con el bañador, una camiseta de tirantes y playeras, y un casco hortera colgando del brazo. La gente suele ir más arreglada, con sandalias de piel y bermudas elegantes, polos de diseño y el pelo engominado. Por lo menos la gente con la que va Sara se viste así.

—Sólo tienes que acercarte, echar un vistazo y decirme si están o no. No seas gallina.

Olaya tiene razón, no tengo que ser un gallina. Tengo que ser valiente.

Aunque no tenga bermudas elegantes ni un polo de Ralph Lauren.

Miro a ambos lados de la carretera antes de cruzar y me enfrento al gran edificio de cemento. Es de lo más moderno que tiene el pueblo, más incluso que el hotel. De su interior sale un inglés que va riéndose mientras habla por teléfono y que es la viva imagen del señor que acude al club: rojo por falta de protector solar mientras disfruta del yate, versionado con gafas de sol y puro habanero.

Me mira un momento de arriba a abajo antes de regresar a su conversación y le saco la lengua cuando veo que ha dejado de prestarme atención. Odio a los pijos y su aire de superioridad.

Empujo la enorme puerta de madera y cristal y entro al vestíbulo decidido. No es la primera vez que estoy dentro pero siempre me impresiona su elegancia. Las escaleras que me reciben suben a un auditorio donde entregan premios tras las regatas, también hacen allí las reuniones de los socios y alguna vez lo han alquilado para fiestas.

A la derecha hay una puerta doble que da al comedor, donde un montón de mesas con mantel esperan ser usadas; más allá se abre el pasillo que da a la cocina, en la que preparan un montón de bocadillos y su especialidad: tellinas o coquinas con ajo y limón.

A la izquierda está el bar, con barra y miles de botellas de todos los precios y licores; hay sillones y sofás y una enorme terraza que rodea el edificio por ese lado, mostrando el puerto deportivo y el mar.

Hay bastante gente rondando por allí, casi todos desconocidos, están en pequeños grupos charlando animadamente con copas y tazas en las manos. Del que busco no hay ni rastro.

Mira en la terraza, me dice la inexistente voz de Olaya en mi cabeza. Si salgo sin haber mirado allí seguro que me hace entrar de nuevo, así que atravieso el vestíbulo para asomarme al bar y cruzar hasta la pasarela de madera llena de tumbonas.

«¿Me dirán algo?», me pregunto una y otra vez. Pero tras asomar la nariz y descubrir sin sorpresa que tampoco están, me doy cuenta de que la gente está demasiado centrada en sus asuntos como para fijarse en un chaval como yo.

Cuando salgo del edificio vuelvo a encontrarme con el inglés, que me dedica otra mirada inquisidora, aunque me apresuro a dejarlo atrás y correr hasta la gasolinera donde Olaya me espera apartada.

Se ha comprado un flash de fresa y ya se ha comido la mitad, me lo ofrece cuando llego a su lado.

—No estaban —le comunico lo evidente.

Se encoge de hombros.

—Estarán en casa de alguien.

Me apoyo contra la pared de la tienda de la gasolinera y me tapo la cara con la mano para protegerme del sol. Hace calor y nosotros también podríamos estar en casa de alguien, la de Olaya por ejemplo, metidos en la piscina o a la sombra de los pinos.

Mi amiga me lee el pensamiento y acaba el hielo rápidamente, tira la bolsita de plástico a la basura y se acerca a la moto.

—¿Volvemos a casa?

—Volvemos a casa.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora