11 de julio - OLAYA

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11 de julio

OLAYA

Es martes, son las once y media de la mañana, y el chiringuito del Tío José está a reventar. No sé si regala mojitos, si ha contratado a alguien buenorro para que eche una mano o si es debido a las suecas despampanantes que hay apoyadas en la barra, pero pedir una limonada parece una misión imposible y que nos guarde la mochila como hace otras veces más aún.

—Vamos a las taquillas, tardaremos menos.

El ayuntamiento, en su afán de americanizar el pueblo, puso unos cambiadores junto a la caseta de mantenimiento y el puesto del socorrista, los pintó de colorines y hasta colocó tablas de surf a modo de decoración. No duró ni un año. Durante el primer verano robaron las tablas, que ni siquiera eran de verdad, la gente usó los cambiadores para todo menos para su verdadero fin, y el alcalde decidió que había que reinventar la estructura.

Ahora hay taquillas que puedes alquilar por tres euros la hora a un chico contratado para la temporada alta. No creo que el negocio le salga rentable a nadie, el ayuntamiento tiene que pagar al chaval, no me parece que se alquilen tanto las taquillas, y el chico se pasa no se cuantas horas bajo una sombrilla de paja bastante maltrecha.

Aún así, como parece que hoy no tenemos más opciones, nos acercamos al sitio.

—¡Hey, Oly, hola! —me saluda el encargado.

Es Alejandro, vive en Alondra, va conmigo a clase y no lo soporto. Por lo que tengo entendido somos primos terceros o algo así, debemos tener en común a una bisabuela o una tatarabuela, pero como todos los de aquí, no es algo que tenga muy en cuenta. Dafne es mi prima hermana y tampoco me cae bien.

—Hola, Alex.

—¿Vais a dejar dos bolsas? ¿Dos taquillas?

—No, solo una.

—Si son dos bolsas son dos taquillas.

—Queremos las dos bolsas en la misma taquilla.

—No se puede, son las normas.

El muy cretino señala un cartel que dice exactamente lo mismo que él y que no se pueden meter botellas de vidrio ni cuchillos. ¡Me niego a pagar seis euros por guardar un par de pantalones durante una hora!

—Cayetano, coge esto y esto —digo antes de que Alex siga hablando.

A Caye le pilla por sorpresa que de repente abra la cremallera de mi bolsa y saque la toalla y la crema solar, pero lo sujeta como puede para que nada toque la arena. Me quito la camiseta y los pantalones que llevo, los guardo de cualquier manera, y me giro hacia él.

—Venga, dame tu bolsa y quítate la ropa.

—¡Qué mandona eres! —suelta Alex con una carcajada, Caye obedece sin rechistar—. ¿Es así también en la cama?

—¿Tú eres imbécil? —suelto mientras saco la toalla de mi amigo y doblo la mochila para meterla en la mía. No le pego con ella porque mi móvil ya va dentro y, aunque sea un cacharro, sigue siendo el único que tengo. Cayetano no responde nada, me pasa la ropa un poco más doblada que la mía para que la añada también—. Hala, una sola bolsa. ¿Ya estás contento?

—Estoy seguro de que hacer esto es trampa.

—Trampa o no, solo es una bolsa. Son tres euros.

Alex la coge con una falsa sonrisa y escribe la hora en dos tickets, uno me lo entrega y el otro se lo queda con el número de la taquilla que nos asigna de manera aleatoria, me da también la llave con un llavero espantoso de madera y nos desea un buen día.

No le respondo, Cayetano hace un gesto con la mano.

—Es un capullo —digo cuando nos alejamos un poco—. Siempre lo ha sido, pero desde el verano pasado es peor. No lo aguanto.

—¿Por qué?

—Porque es un chulo, un prepotente. Se ha pasado todo el año poniéndome la zancadilla en el autobús, creyéndose muy guay y gracioso, y fue a la olimpiada de matemáticas solo para fastidiarme, porque sabía que quería ir, pero como sacó mejor nota que yo en UN examen tenía preferencia. ¡Súper injusto! —Cayetano extiende su toalla mientras me escucha en silencio, ha torcido el morro—. No entiendo cómo hicieron un criterio de selección tan tonto, encima la profesora sabía que fui al examen con fiebre, ¡no me lo tuvo en cuenta! Ufff, es que me cabrea un montón. Espera que te ponga crema en la espalda, que luego te conviertes en un cangrejo y tu madre me riñe.

Se ríe. Es una risa suave y débil, pero me relaja un poco. Empezaba a sentirme tensa por su silencio, ¿igual es que el comentario de Alex le ha molestado más de lo que pensaba? Tras lo del Kawaiice el otro día tampoco me extraña tanto.

Maldito Alex, voy a partirle los morros.

A pesar de que hay niños gritando, música en el chiringuito, gaviotas en el aire y gente por todas partes, sobre nuestra toalla el silencio vuelve a coronarse rey. Y me hace estar inquieta.

Caye se sienta de cara al mar y me tiende la crema solar para que se la extienda como le he dicho. Caigo en la cuenta de que igual lo ha interpretado como una nueva orden. ¿Tan mandona soy? No me había dado cuenta.

—Tienes la espalda llena de pecas —comento poniéndome un montón de crema en la mano.

—Ya.

—Aquí tienes un montón —señalo pasando el dedo—. Parece una constelación.

—Qué cursi ha sonado eso.

Cayetano suelta una carcajada burlona. ¡Será pavo!

—¡No te burles!

—¡Es verdad, eres una ñoña! —Le doy una palmada llena de crema en la espalda y, a la que voy a darle la segunda, se gira y la recibe en el hombro—. ¡Y eres súper agresiva! ¡Al agua te vas!

Oh, no. No, no. Nonononononono.

—¡No, Cayetano, por favor!

Apenas me da tiempo a levantarme, siempre ha sido mucho más rápido y ágil que yo. Me agarra por las piernas y me hace un placaje tirándome al suelo. Nos revolcamos por la arena, yo tratando de huir y él persiguiéndome. Menudo cuadro. Veo que un niño nos señala mientras llama la atención de su madre, unas señoras mayores sonríen y hacen comentarios que no oigo. ¡Pero me dan igual todos!

—No trates de escapar, te lo mereces.

Lo bueno es que Cayetano no puede conmigo, no tiene suficiente fuerza para cogerme en brazos, así que aunque intenta cargarme al hombro le resulta imposible y tiene que contentarse con empujarme hacia el agua. ¡Y ese es mi terreno! Me dejo engatusar para llegar a la orilla y, cuando se cree vencedor, le pongo la zancadilla y acaba completamente mojado. Al final parece que Alejandro sí que ha servido para algo, he aprendido su táctica.

Cayetano saca la cabeza empapado, con el pelo goteando y la crema sin absorber resbalando por la espalda, ocultando las pecas que han iniciado esto. ¿Cómo no se fija Sara en él si es guapísimo? ¿es que no tiene ojos en la cara? Respira con dificultad aunque se le extiende una sonrisa, y cuando me devuelve sus ojos castaños siento que se refleja todo el sol en ellos dándole un tono dorado.

—¡Te vas a enterar!

Mientras me hundo en el agua solo consigo pensar en lo muy idiota que es Sara.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora