17 de julio
CAYETANO
El sonido de una llamada entrante me despierta cuando estoy a punto de besar a Sara. Solo que no es Sara, sino Olaya. La realidad se mezcla con su tono personalizado, su canción favorita, y se cuela trastocando mi sueño mientras alargo la mano para agarrar el móvil en la oscuridad que me ofrecen las persianas cerradas.
—¿Qué quieres? Estoy durmiendo.
—¿Cayetano? —Me cuesta reconocer la voz, pero mi cerebro se despeja lo suficiente para identificarla: es Rosa, la madre de Olaya—. Perdona, es que... Oly ha salido a por el pan.
La duda, el miedo en su tono, la respiración entrecortada. Va más allá de una simple compra.
Se me quita el sueño y el cansancio de repente, mientras me incorporo en la cama y enciendo la luz con un manotazo contra el interruptor de la pared, a punto de saltar de los nervios que me atacan. Espero, mordiéndome la lengua paciente, durante los segundos que tarda en ordenar las palabras.
—Ha cogido ese endemoniado cacharro. —La moto, la odia—. Y un coche se la ha llevado por delante cuando iba por la casa de la Paqui. Estamos en San Juan del Río, en el hospital de La Estrella. Está bien, pero ha dicho que tenía que llamarte porque habéis quedado.
—Ya voy.
—No hace falta...
—Sí, sí que hace falta. —Me pongo lo primero que encuentro, casualmente es la última camiseta que me regaló del 2x1 que hicieron en la tienda de ropa que tanto le gusta, y mientras me abrocho los pantalones me calzo las chanclas y abro la puerta de mi dormitorio—. Llegamos enseguida. ¡Mamá!
Mi madre se asoma desde la cocina con un bol de yogur en la mano y la boca llena, me mira con atención y hace un gesto pidiéndome que tenga cuidado al bajar las escaleras. No le gusta que me salte peldaños, lo entiendo, ¡pero esto es importante!
—Mamá, tienes que llevarme a La Estrella en San Juan, Olaya ha tenido un accidente.
Mamá se atraganta con el yogur, da un brinco y corre a dejar el bol en la encimera. Va en pantuflas, pero las lanza hacia la entrada mientras acaba de masticar los cereales que se había añadido al desayuno. Con una mano coge las llaves del coche y con la otra se calza los zapatos.
—¡Cayetano! —Se escucha la voz amortiguada de Rosa a través de mi teléfono—. ¡Que no es nada!
—Que sí, Rosa, Olaya es mi mejor amiga. Tengo que estar con ella.
—¡Rosa, enseguida llegamos! —grita mi madre.
Dixie nos ladra al escuchar el tintineo de las llaves al cerrar la puerta, su dueña se asoma corriendo en bata, cruza los brazos delante del pecho y pone cara de circunstancias.
—Me he enterado de lo de la Soler —susurra las últimas palabras como si fuera un secreto de estado—. Pobre chica. Me ha dicho la Manoli que se le ha quedado la pierna torcida, no me extrañaría que tuvieran que operar. ¿Vais ahora a verla?
—No creo que sea para tanto, Adela —responde mi madre, blanca como la cal.
Subimos al coche y nos abrochamos el cinturón de seguridad. Al encenderse el motor lo hace también la radio, suena a todo volumen la canción del verano: demasiado alegre para este momento. La apago de malas maneras y los nervios me llevan a errar. Segundo intento. Lo consigo.
Mamá arranca con nerviosismo. Por fuera parece calmada, pero la conozco y veo las señales: la boca torcida hacia la izquierda, el dedo meñique rígido, el golpe suave que da al coche de detrás al no calcular bien la distancia y la ausencia de la broma que debería hacer: se han dado un piquito.
Descendemos la calle en silencio, el semáforo está en rojo. Unos niños cruzan en monopatín, igual que hacíamos nosotros antes de que Olaya se sacara el carnet de conducir. El color cambia a verde. Mamá acelera.
Recorremos el paseo marítimo y se me encoge el corazón, me parece increíble que anoche hiciéramos el mismo camino ajenos a lo que iba a pasar hoy. El sol brilla en el cielo y se refleja en el agua, hay barcos navegando en el horizonte, gente bañándose en la playa, el chiringuito del Tío José lleno de chicas, guiris saliendo del hotel y sentados en las terrazas de los bares. Y no saben lo que ha ocurrido. Y si lo saben, no les importa.
El móvil vibra en mi bolsillo y lo saco nervioso, me tiemblan las manos. Por mucho que Rosa haya dicho que no es nada, sigue siendo un atropello. Por mi cabeza pasan miles de imágenes espantosas, algunas de ellas incluyen un cementerio, el corazón se me encoge, se expande, da un vuelco y las manos me sudan. Se me resbala el móvil, lo cojo con la punta de los dedos mientras salimos de Alondra.
Es una notificación de Instagram, la gente ha reaccionado a la foto que subí ayer de la playa, apenas tengo treinta y cuatro likes y el primero, cómo no, me lo dio Olaya unos segundos después de subirla. Estaba sentada a mi lado, sonriendo, y me dijo que debería poner un texto y hastags para llamar más la atención.
La ansiedad me come vivo mientras mi cerebro proyecta un ataúd.
—Espera aquí, voy a poner gasolina.
Mamá baja del coche y se acerca sonriente a un empleado vestido de naranja que no he visto nunca, el chico también está nervioso pero no por lo de amiga, es probable que ni la conozca. ¿Cómo puede trabajar aquí, en este pueblo, y no saber quién es? Para mí Olaya es el corazón de Alondra.
Oigo como abre el compartimento de la gasolina y enchufa la manguera, el coche se llena, mamá entra a la tienda y coge algo de una estantería, paga al mismo tiempo que el chico termina de llenar el depósito. Me sobresalto cuando llama a la ventanilla para pasarme las llaves. Siento que estamos perdiendo muchísimo tiempo aunque el reloj del panel me indica que apenas llevamos un par de minutos.
Mamá vuelve, da las gracias con la mano, me tiende lo que ha comprado -una napolitana de chocolate, mis favoritas-, enciende el coche, se posiciona y se incorpora tras un Fiat blanco que tira mucho humo por el tubo de escape. Abro el paquete y el plástico suena demasiado fuerte, replica en mis oídos. Muerdo el bollo, el chocolate no me sabe a nada. Tengo angustia.
Recorremos el mismo camino para salir de Alondra, la carretera principal que cruza el pueblo, y me doy cuenta de lo mucho que me cuesta respirar cuando atravesamos el cartel que tacha el nombre.
Solo tenemos que recorrer siete kilómetros para llegar a San Juan del Río, pero me parece que tardamos una eternidad.
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Como el sabor a helado de limón
Fiksi RemajaOlaya y Cayetano son amigos desde siempre, y desde siempre Cayetano ha estado enamorado de Sara sin abrir la boca. Es el verano del 2017 y Olaya decide que ya es hora de que su amigo se declare, pero no todo saldrá como esperan.