17 de julio - CAYETANO

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CAYETANO

Mamá y Rosa no dejan de hablar como cotorras, van gritando y despidiéndose de todas las enfermeras con las que nos cruzamos por el pasillo, dándoles las gracias y deseando un buen verano para todos.

Olaya y yo caminamos en silencio un par de pasos por detrás, las seguimos como unos niños pequeños, sumidos en nuestros pensamientos. Bueno, eso supongo, yo soy incapaz de pensar en nada, se me ha quedado la mente en blanco y me muevo como un robot. El cansancio de la noche y los nervios que he pasado me hacen efecto rebote.

Llegamos al coche y las mujeres se sientan delante, yo entro por el lado izquierdo y dejo a Olaya el derecho, que cierra la puerta con dificultad. «Debería haberla ayudado», pienso con mis lentos reflejos, así que me adelanto para ponerle el cinturón. Olaya abre la boca para quejarse, vuelve a cerrarla, está cansada hasta para discutir.

Mamá arranca mientras me abrocho el mío, la radio se enciende y Rosa la apaga. Extiendo la mano hacia Olaya y ella la coge con su brazo bueno. Cierro los ojos y me duermo.

Noto un flash en la cara y es lo que me hace despertar. Mamá y Rosa están riéndose entre dientes, como si fuera una travesura, hablan en susurros demasiado altos y claros. Una escena que se ha repetido otras veces en mi vida y a la que debería estar acostumbrado.

—Tienen una foto igual cuando eran pequeños, en el otro coche.

—Sí, veníamos de La Vega que fuimos a recoger no recuerdo el qué y nos llevamos a Olaya. Aún vivíais en la casa de abajo.

—Creo que es el primer recuerdo que tiene Oly de La Vega.

—¿Ah, sí? ¡Pero si no hicimos nada! Fuimos al piso y volvimos en el mismo día.

—Se lo pasó genial, algo harían.

Yo sí lo recuerdo, fuimos a por la maleta de papá a casa del vecino porque se le olvidó en el portal. Olaya y yo nos empeñamos en ir con ellos porque no había estado nunca en mi casa y me hacía mucha ilusión enseñarsela, y porque estaba convencida de que no podía vivir en dos sitios a la vez. Decía que en La Vega todos vivíamos debajo de un puente. Le encantó mi colección de dinosaurios y le regalé un diplodocus, que era mi favorito, y ella me dio un beso a cambio.

Nuestro primer beso.

¿Qué?

Abro los ojos con el corazón a mil.

Fue un beso infantil, no un beso de verdad. No tiene la misma relevancia. No es como si nos besáramos ahora. ¡¿Por qué pienso en besarla?! «Respira, Cayetano, respira. Es el cansancio. No estás pensando en besarla de verdad, solo estás confuso».

Rosa zarandea a Olaya para despertarla y mi amiga me suelta la mano, se despereza y se queja. Pregunta con voz dormida si hemos llegado y reacciona con lentitud cuando se da cuenta de que estamos frente a su casa, se quita el cinturón.

Me lanzo sobre ella para abrirle la puerta desde dentro, Olaya pega un grito.

—¡Cayetano, puedo yo sola!

No respondo porque me estoy ahogando con mi propio cinturón.

Olaya me mira alzando una ceja antes de salir, le dice algo a su madre de mal humor, Rosa abre la puerta del jardín y escucho la voz de Eduardo, mamá se gira en el asiento y me mira.

—¿Qué haces? ¿No te quedas?

Me cuesta reaccionar. Mucho.

Olaya mete su cabeza en el coche.

—¿Caye?

Me suelto el cinturón y salgo.

—Hasta luego, avisa si vienes a cenar —se despide mamá.

¿Cenar? No he desayunado todavía y esta mujer está pensando ya en la cena.

Eduardo tiene puestas las noticias en la cocina, Rosa está hablando a gritos con su cuñada, Olaya y yo estamos tirados en la cama, con la puerta cerrada, tratando de dormir sin mucho éxito. Hemos puesto música relajante, un capítulo de una serie en el móvil y hasta leído páginas de wikipedia, tenemos el Trivial esparcido en el suelo y un montón de tarjetas en la mesita de noche, pero eso nos ha desvelado más que adormecido.

—Sara ha subido una foto nueva, pero es de hace unos días.

Olaya lo analiza todo, me sorprende mucho. Igual que lo hace la tranquilidad que me produce estar a su lado sin hacer nada en específico, igual que no sobresaltarme al escuchar el nombre de Sara. Hoy no es la protagonista, no es tan importante como Oly.

—Deja el móvil, va a ser imposible dormir así.

Increíblemente me hace caso. Lo deja sobre la mesita, tirando algunas de las cartas, suelta una palabrota y se queja por el dolor. Repite, por quinta vez, que la escayola pesa una tonelada.

—¿Cuánto tiempo tienes que llevarla?

—Todo el verano.

Me giro para mirarla. Ella se gira también.

—¿Qué?

—¿Puedo firmarla, verdad?

—Pues claro.

—Tengo que ser el primero.

—No había pensado en una persona mejor.

Sonrío. Olaya me devuelve el gesto.

Tiene una sonrisa preciosa.

—Oye, ¿qué hiciste con mi diplodocus?

Parpadea un momento, confusa, luego señala la estantería que hay sobre nuestras cabezas. Es donde tiene sus libros favoritos, las libretas en las que escribíamos de pequeños y unas gafas que nunca se pone porque dice que no las necesita.

—¿A qué viene eso ahora?

—No sé, me he acordado.

Cierro los ojos y busco su mano, la que no tiene escayola. Y me duermo.

Como el sabor a helado de limónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora